sábado, 30 de octubre de 2010

CONDENADA A MORIR

Lo mejor para Zacarías, los besos y el cariño de Glori. 

Cuarenta años después, Zacarías pasó por Madrid. La corrala donde nació se había convertido en un edificio de apartamentos, y la comisaría de toda la vida, en un restaurante chino. Allí se le soltaban las tripas en los interrogatorios. Luego quedaba en libertad gracias a Bartolomé, un ordenanza amigo suyo, que le regañaba porque siempre llevaba los bolsillos vacíos. Recordando aquello, siguió su paseo.

Dos calles más arriba, “La tartana”, la única taberna que quedaba con frascas y mesas de mármol. Entró. No pidió nada. “El que no lleva dinero, no lo gasta”, solía decir. En la barra conoció a Carmelo, un cliente de su edad que bebía vino en vaso de caña; no era natural de Lavapies, pero conocía bien a los vecinos. Zacarías, por trabar conversación, le dijo que, cuando el hambre, emigró a Ámsterdam. No contó más. Enseguida preguntó por su amigo.

—¡Uy Bartolo! Hace años que murió. Empezó con vómitos y, en un mes, al campo de los buenos. Un cáncer de esos que andan ahora. Lo peor...

—¿Qué es de su familia? —interrumpió el forastero.

—La mujer también se fue joven, antes que él. ¡En paz estén los dos! Su única hija vive ahí, en la calle Esperanza. Lo peor, le decía, es la nieta, la Glori, una chavalona con cara de ángel, llena de risa, con sólo catorce años...

—¿Qué le pasa?

—Lo mismito que al abuelo. Hace falta un milagro o esos remedios que cuentan de Francia, pero ¡anda que no costarán! Estos infelices no pueden.

Zacarías, oyendo a Carmelo, sintió como un puñetazo en el estómago y la hiel en la boca.

Esa misma tarde fue a ver a la enferma. La casa estaba llena de visitas. Algunos mayores le reconocieron, otros sabían de él solo por oídas. Le trataron como de la familia. Sintió repelús al ver a la niña: los ojos hundidos y la piel pegada a los huesos; estaba muy pálida y respiraba con dificultad.

—Ya la ve, deshecha por la calentura y cada día más flaca —le explicó la madre, aparte, consumida por la pena.

A Zacarías le temblaban las piernas, y disimuló los escalofríos producidos por el sudor, que inundaba su cuerpo. En el hall, rememoró con los padres el pasado, y juntos lloraron el presente. Sin habla, se despidió con un gesto. Olía a váter y a la naftalina de la ropa negra que se ventilaba en la sala.

“No puede ser, ¡no puede ser! El abuelo de esta muchachita me libró de muchas palizas”, afirmaba Zacarías, con hipo lloroso, llegando al Portillo de Embajadores, sin saber por dónde iba.

El estraperlista, así le llamaban antes de irse al extranjero, no dejó Madrid tan pronto como pensaba. Buscó un alojamiento y se puso en contacto con médicos y profesores de Medicina. Le dijeron que sí, que en Paris había medios para curar a Glori; hasta le sumaron lo que costaría el tratamiento. ¡Muchísimo dinero! Habló con algunas familias acomodadas, con los curas de varias parroquias, con las monjas, con el obispado... Nada. “Esta criatura está condenada a morir. Yo podría... No. No voy a desparramar mi capital después de tantas tropelías para juntarlo. De eso nada. Además, no tengo a nadie en el mundo. Hoy, no; pero mañana será poco todo lo que tengo“, decía convencido; y al rato, se lamentaba: “¿Permitir esta desgracia? ¿Por qué la gente de bienes no acaba con el mal? No, no, y no. ¡No puede ser! ¿Qué diría el abuelo?”.

Pensando en Bartolomé, estuvo tres días sin comer y dos noches insomne. Sin saber ya a quién recurrir y aplastado por la conciencia, decidió vender el caserío de Asturias, el chalet de Tarifa y las participaciones bursátiles de Holanda. Era la fortuna que hizo trapicheando con diamantes en el mercado negro, bien escondida detrás de una vestimenta herida y la dentadura escasa. “Habrá suficiente”, se dijo con pesar, con mucho pesar.

Expresadas sus intenciones, quienes le conocían no le creyeron. Por eso firmó ante notario que todos los gastos de la operación quedaban garantizados con su patrimonio. “¿Habré perdido el juicio? Esto es como quedarme sin gota de sangre, como si no fuese nadie”, dijo sin color, helado, cuando rubricó los papeles.

Glori y su madre viajaron a Francia en un vagón medicalizado. Los médicos estaban esperando. La chica permaneció en la clínica veinte días, acompañada de la madre. No les faltó de nada.

Todo salió bien. Pocos meses después la niña corría por las calles del viejo Madrid como si nada le hubiese ocurrido.

Zacarías, cuando vio aquello resuelto, arregló sus cosas; pocas, porque se quedó sin todo. Con la ayuda de Cáritas comía en un centro social y pagaba un cuartucho en la Calle Salvador. Lo mejor, esperar a Glori cuando iba y venía del colegio. En esos encuentros breves, en que la chica siempre le regalaba dos besos, él festejaba la vida, vacía de riquezas, pero pletórica, gracias a los lujos de su nada.
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