domingo, 11 de diciembre de 2011

ZAPATOS NUEVOS

En un tenderete ambulante, en lossoportales de la plaza...

En aquellos tiempos no había casi coches, sólo Seiscientos y pocos. Los muchachos de los pueblos, aparte de la enciclopedia de Álvarez y el catecismo, no pasábamos de los manoseados tebeos del Capitán Trueno. El cine, en un salón que olía a gallinas, costaba una peseta. De vez en cuando iban algunos titiriteros a La Plazuela; llevábamos nuestras sillas y sólo cobraban la voluntad.

En medio de todo aquello, tan en blanco y negro, yo sólo quería estrenar. No había nada que más deseara, pero siendo el menor de tres varones, nunca podía presumir de algo que oliera a fábrica. Aquel año, no recuerdo cuál, mi madre compró unos zapatos nuevos para mÍ solo, de la marca “Gorila”, color tabaco y sin cordones, como yo quise. Aprovechó las rebajas de julio, anunciadas con mala letra en la lona de un tenderete ambulante, en los soportales de la plaza. Cogía un par, miraba mis pies, luego el número de la caja, preguntaba el precio, los dejaba… Así mil veces. Más por mi insistencia que por su convencimiento, al final se decidió. El trato: hasta las Fiestas del Cristo, en septiembre, no los podía estrenar. Demasiado, pero quedé contento.

—Mu bien —dijo mi padre cuando me los vio puestos, en casa—. Un poco anchurosos, pero mejor. Con el estirón que vas a dar no entrarás ni en las zapatillas de Quirós (*)

Bendito verano. Qué bien lo pasé. Todos los días esperaba la hora de la siesta para sacar los “Gorilas” del baúl: suaves, relucientes. Daba gloria verlos. Quitaba los cartones de dentro, los acariciaba, los olía, y si los pies no apestaban mucho a sudor, caminaba con ellos sobre la alfombra de la alcoba, para no rayar la suela. Me miraba en el espejo del armario: todo un mozo. Mi primer estreno, lo más. “Con calcetines, igual que guantes”, pensaba. Así todos los días; y algunas noches, cuando la familia salía al fresco, otra vez.

Llegaron los programas con los actos religiosos, y con gran colorido los carteles de los toros, los bailes y las verbenas, anunciando que todo sería grandioso y extraordinario. Por fin, ya estábamos en fiestas. Cuando pasaron las dulzainas tocando diana, yo estaba casi vestido. Lo último, los zapatos. Después de admirarlos tanto, daba pena estrenarlos en público, temeroso de que se rozaran. No tenía ni asomo de barba, pero me sentía grande. Sin esperar a los hermanos, escapé solo a misa. Iba con los pantalones y la camisa de Juan, y con la chaqueta y la corbata de Pablo. Pero los “Gorilas” eran sólo míos. Las calles estaban adornadas con guirnaldas y los cohetes desperezaban, tan chispeantes como yo, aquella mañana que olía a pólvora, a churros, a mantecados… ¡A función!

En la explanada de la iglesia, otros muchachos hacían regates con un balón nuevecito, de reglamento. Como no habían llegado los mayordomos ni las autoridades, fui con ellos. En casa no teníamos juguetes, sólo una bicicleta vieja y sin timbre, para los recados. Aquella pelota de badana sonaba en los toques a primera división. Me llegó dos veces, rastrera; centré con mucho cuidado para no ensuciarme. Luego volvió otra vez, por alto; la paré con la rodilla, miré al que estaba más lejos. Iba a ser emocionante chutar con un esférico —como decían en la radio— de verdad. ¡Qué día! Olvidé todo. Solté un derechazo de campeonato, como Gento, con todas mis fuerzas. Sentí como si algo se rompiera en mí.

No supe más del balón, ni quise saberlo. El “Gorila” derecho, recién estrenado, con una vida tan corta, que no llegó ni a la procesión, voló al tejado de la escuela. Fue como si el mundo hubiese terminado antes de empezar.

Pasaron varios días hasta que pudimos rescatarlo, después de las fiestas, que fueron muy lluviosas ese año. Al ponerme otra vez aquellos zapatos, tan guapos cuando los compró mi madre, me dolieron los roces de su ausencia. Ya no eran los mismos, por mucho que dijera mi padre.

Desde entonces miro las cosas con cuidado, no siempre son como anuncian los carteles.

(*) Quirós: zapatería de la capital abulense, en el casco antiguo, de una sola planta, de cuya fachada colgaban dos zapatillas de tela, con suela de esparto, que medían más de un metro.
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