lunes, 27 de febrero de 2012

MALDITA OSCURIDAD

En un lugar tranquilo mejoran todos los males, aunque haya tormentas.

Aquello de querer y no ser querido me estaba matando. Menchu se convirtió para mí en una obsesión enfermiza. ¡Qué obsesión! Pensé que en un lugar tranquilo mejoraría de las cefaleas producidas por aquella angustia. A la vez, como distracción y autoayuda, corregiría mi novela de terror.

Convencido de ello, me fui a un viejo caserón que tienen mis tíos en los acantilados del norte. En el salón, además de la chimenea, había aparejos de pesca, el esqueleto de un pirata —lo supe por el parche de tela negra—, un sarcófago de metal tallado, una librería con la colección Relatos que me asustaron, Cuentos de crimen y misterio, El gato negro y otros volúmenes. Todo iluminado por cuatro ventanales con vistas a los rompientes, por un lado, y a la montaña y al pueblo, por otro.

Ignoré aquel decorado para dedicarme, con entrega absoluta, a la vida de mis personajes: dos brujas que mataban de miedo, un fantasma que averiaba los interruptores eléctricos; otro, que cambió los diálogos de héroes y figurantes; un hada, preciosa, que quería seducir al narrador, y dos caníbales dispuestos a comerse a todos.

Me estremecían los rugidos del mar al desbaratarse contra los farallones, y me solazaba el olor a pueblo y el repicar de las campanas. Era lo único que me recordaba, de cuando en cuando, la existencia de una vida real.

Después de dos días con el espíritu abstraído, sin comer ni medicarme, cené todas las navajas que encargué a la taberna del puerto. Estaban deliciosas. Al rato sentí mucho calor. Me duché con agua fría. Secándome, sufrí los temblores de un terremoto dentro de mí. Entonces Menchu, que me rechazó cuando empecé a escribir historias de miedo, entró en mi pensamiento con más fuerza que nunca; su voluntad no lo hubiese querido. Aunque yo la deseaba para siempre, intenté librarme de ella pero no lo conseguí. Derrotado por las convulsiones y la desesperanza, en lugar de una pastilla, prescrita por el médico, tomé cuatro.

Sin los avisos previos de truenos y relámpagos, una tormenta impropia de otoño dejó sin luz toda la casa. Se abrió un ventanal con gran estruendo. Me vi atrapado en las tinieblas de un mundo vacío. Aquello fue como el fin de una vida, o el principio de otra era, o un simple apagón entre dos luces. No lo sé. Yo sólo deseaba un claro en tanta oscuridad y, más que nada, un sí afectuoso para la súplica que una y otra vez se me negaba.

En un instante de sosiego incierto, aticé el fuego con leña de pino. Ardió trepidante. Luego sentí fiebre y mucho dolor en el estómago; quizá por una indigestión, por la sobredosis del diazepam, o por lo que fuese. Se me vació la cabeza. Quedé ausente, trastornado. Me habitaron los personajes que yo mismo había creado, cuyas caras se me representaban en las sombras de las llamas. En la clandestinidad de la noche, con las manos en garra y abriendo los ojos y la boca cuanto podían, amenazaron con apagar el sol para que así, a oscuras, no pudiera encontrar el cariño que tanto deseaba. Todos actuaban bajo la dirección implacable de Menchu, siempre ausente y siempre conmigo. En esa ocasión, me dolió su presencia más que el resto de mis males. Iba disfrazada con las ropas del hada. La reconocí por el perfume a lavanda, aquel que usaba en la adolescencia, cuando yo sólo escribía poemas románticos y ella aceptaba con gusto mis instancias de amor.

Con aquel recuerdo y tras una agitación larga y confusa, volví a mí con el manuscrito de la novela entre las manos. A tientas, pasé la punta de un arpón por el pie derecho. Me dolió; quería saber si estaba despierto. En la lumbre de la chimenea sólo quedaban rescoldos. Debí poner más leña, pero sólo pude vomitar y hacerme todo encima como un niño.

Un rato o dos más tarde, no sé cuánto, volvieron los engendros; pensé que venían decididos a cumplir su amenaza. Al no percibir las añoradas fragancias naturales, supe que Menchu no estaba en el grupo. Temeroso, me enfrenté a ellos y casi me rompo propinándoles puñetazos y patadas. No pude alcanzarlos, a pesar de sufrir cerca y con intensidad el hedor de sus alientos nauseabundos, como efluvios de cloaca. Quise escapar, ¡imposible! Sólo tuve fuerzas para tirar al fuego mi relato inacabado, pero no ardió. El salón seguía a oscuras. ¡Maldita oscuridad! Dejé de sentir. O ¿hacía mucho que ya no sentía? No sé cuántos días tardó en amanecer ni dónde estaba lo que quedaba de mí.

Ayer, ya en casa, supe cómo acabaron aquellos desvaríos. Me llevaron a un centro de neuro-no-se-qué. Allí estuve varios días, siempre despierto y con la luz encendida; de noche, también.

Ya no veo sombras, ni oigo voces. He decidido sustituir el contenido de la novela: nada de pánicos ni escenas misteriosas, la reconstruiré con otros personajes y tramas de ternura. Dispuesto a cambiar, tiraré todas las medicinas; serán suficientes los elixires afectivos de Menchu, que me visitó en el hospital, complaciente, cuando se enteró de mis desatinos. Hablamos: le anticipé mis propósitos narrativos. Noté su alegría y volví a pedirle el obsequio de sus atenciones. Ella me regaló una mirada de miel y puso en mis labios un beso de aceptación, largo y cálido. Ahora mis caminos vuelven a estar iluminados y ungidos con su fragancia de cantuesos y espliegos silvestres, que puedo gozar y casi palpar.
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