jueves, 8 de julio de 2010

EL TRASPLANTE

Milagros                                                       Dr. Belmonte

A Emilio, Toñi y Mari Carmen.

Cuando diagnosticaron a Milagros su enfermedad, llevaba mucho tiempo sufriendo las puñaladas de la convivencia. Estaba unida a Heriberto más por el bienestar de las rentas que por amor. A su marido solo le interesaban los guisos suculentos, su buen porte y el confort casero. Por eso, más que por ella, pasaba los días enteros en el hospital, vigilándole los sueros, el sueño y el oxígeno.

Después de muchas pruebas y silencios, los médicos explicaron el estado de la enferma.

—A partir de ahora, será el doctor Belmonte, jefe de cirugía nefrológica, quien trate a su esposa y hable con usted —dijo el internista a Heriberto.

Al día siguiente, a primera hora, entró en la habitación el anunciado doctor. Lo supieron por el rótulo de la bata. Saludó amable pero poco expresivo. Examinó la historia clínica con gesto serio. Heriberto estaba seguro de que aquella cara la había visto antes. Milagros, adormilada, creyó que estaba soñando con fotogramas de Lo que el viento se llevó. “Clark Gable, en persona”, pensó mientras se atusaba, casi aturdida, un mechón irreverente.

—Voy al despacho de control, venga conmigo, y hablamos —susurró el cirujano, dirigiéndose al esposo mientras iba hacia la puerta.

Milagros, que no parecía tan grave, aún conservaba la belleza que otrora despertó pasiones. Aspiró el perfume seductor, silvestre, imaginado en las películas de Clark y, envuelta en la quimera de la sedación, besó con deleite los labios y el bigote de aquel hombre repeinado que acababa de salir.

—Un riñón de su esposa ya no funciona, y el otro está infectado. Para detener el mal hay que extirpar los dos órganos; pero sin riñones no se puede vivir. Necesitamos, por lo menos, uno —informó el médico a Heriberto.

—¿Entonces...? —preguntó el marido, con voz rota.

—¡Un trasplante! Pero urgente. Conociendo las estadísticas, no sé si la donación llegaría a tiempo —explicó el doctor Belmonte con gesto preocupado.

—Según usted, con un riñón tenemos suficiente.

—Sí.

En unos segundos pasaron por la cabeza de Heriberto los buenos tiempos con Milagros, así como la soledad y la amargura de los desafectos. En ese instante fue presa de un sentimiento espontáneo, irracional. “Sé que es una locura. Necesitaría meditar, pero no hay tiempo... ¡Que sea lo que Dios quiera! Quizá ahora podamos calentar nuestra frialdad y ser otra vez lo que fuimos”, pensó convencido. Luego, ante la mirada expectante del doctor, añadió con la naturalidad de quien sólo da la hora:

—Yo tengo dos, dos riñones, digo. Puedo darle uno.

—Si está usted dispuesto, hoy mismo empezamos con las pruebas y la preparación.

—Que sea cuanto antes —respondió el marido, que no quiso oír nada sobre los peligros de la intervención.

Inmediatamente, el doctor Belmonte explicó todo a Milagros en presencia de Heriberto. La enferma se emocionó. “Qué bueno sería que esto me quitara también los dolores del querer”, pensó ilusionada.

Heriberto fue hospitalizado esa misma tarde.

Después de analizar los riesgos de incompatibilidad, los cirujanos operaron a la pareja de forma simultánea.

Él se puso bien en pocos días. Ella tardó; lo suyo era más grave. Por otra parte, el doctor Belmonte prolongó la estancia de Milagros en el hospital “por circunstancias personales”, según ponía en los partes.

El cirujano aconsejó a Heriberto que saliera de la capital, lejos del estrés, mientras su esposa se curaba. Así los dos se recuperarían más tranquilos. Accedió. Se fue a un balneario de la costa. “Esto es barato, y me lo dan todo hecho”, dijo a los pocos días de llegar.

Varias semanas después, Milagros empezó a hacer vida casi normal. El doctor la vigilaba de cerca. Paseaban juntos, y muchos días iban al cine o a cenar. Heriberto llamaba de vez en cuando, pero no decía nada de volver.

El cirujano Belmonte, con el peso de un divorcio amargo, encontró en la paciente la comprensión y la dulzura soñadas. Ella restañó las heridas de su ánimo, saliendo del páramo otoñal para habitar un vergel de primavera, y dejó de ser la Esclava libre para, en libertad, recibir con vientos de esperanza lo que el tiempo se llevó.
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