viernes, 25 de febrero de 2011

UN INSTANTE INEXORABLE

El San Bernardo, como hecho de azúcar y chocolate, con su collar de cabritilla e incrustaciones de nácar.

Juan y su madre fueron los primeros en llegar al Hospital Santa María. Los otros hijos y familiares también llegaron enseguida. Todos esperaban en la antesala de la UVI. Dentro estaba el “viejo campeón”; así se le conocía entre el voluntariado de la Cruz Roja, donde colaboró como adiestrador canino de razas de salvamento.

Había en la estancia una corriente de aire con olor a ácido y rebotica que producía escalofríos. De lejos llegaba un aullido, pura lástima, que captó la atención de los presentes. Entró el médico de guardia y rompió el silencio y la tensión de la impaciencia.

—Como previmos, no ha superado el derrame. Lo siento. Ahora les darán un informe clínico y el certificado de defunción.

Poco después, un celador les entregó la ropa del difunto; entre ella, un cinturón de cabritilla con incrustaciones de nácar.

—¡El cinto! Su favorito. El que yo le regalé cuando le dieron la estatuilla del “Cachorro de Oro” —Exclamó Juan rompiendo a llorar, con el recuerdo presente de la última conversación que mantuvo con su padre:

—Papá, tienes mala cara. ¿Te pasa algo? ¿No te habrá subido la glucosa otra vez? —preguntó mientras los dos preparaban la mesa, después de notarle un andar torpe sobre la tarima del pasillo.

—No, hijo; es que esto de cumplir setenta y cinco años cansa un poco. Además, a tu madre le ha dado ahora por las verduras —respondió con la vocalización y el timbre de un locutor de noticias, cualidad que le distinguía.

“De eso sólo hace siete días. Debí llevarlo a urgencias de cualquier hospital. Ahora no estaríamos aquí. Lo vi muy desmejorado, pero no hice nada. Ya es tarde. Este será el error más grande de mi vida, por el que nunca pagaré lo suficiente”, se atormentaba Juan, sorbiéndose las lágrimas.

Pocas horas después, ya de noche, la familia se trasladó al velatorio. Juan hundió su recogimiento en el extremo de un sofá, en una nube de emociones, escenario de más sentimientos y pesares.

“Ya no estará conmigo en las cacerías, ni en las carreras, ni en los partidos de fútbol. ¡Con lo bien que lo pasábamos! ”, Volvió a lamentarse.

—Lo siento, chaval. Siempre será un modelo para ti. Tú, el pequeño de la casa, eras su debilidad. ¡Una gran persona! Todos le echaremos de menos —interrumpió un vecino abrazándolo.

—Sí que vamos a echarle de menos, sí. Todos los años reñíamos con él en la Romería de San Marcos. Si éramos ocho, llevaba comida para quince. Se empeñaba en que todos probaran nuestras chuletas a la leña, nuestras tortillas, el vino de la bota... Tú lo sabes. Él era así. Desde pequeño fui con él a todos los sitios. Ahora, solo, no iré a ninguna parte —dijo Juan al amigo secándose las lágrimas con un pañuelo de papel. Luego siguió alimentando su angustia.

“No seré capaz de mirarle a los ojos cuando vea una foto suya. Con él todo era diversión. Ahora mi vida será un martirio. ¿Por qué no haría yo algo cuando lo vi mal? —se repetía, llorando sin consuelo.

—Vamos hijo, tranquilízate. Dicen que el destino está escrito, es verdad. La muerte sólo es un instante inexorable en el que acaban todos los males. El tiempo traerá muchas alegrías y otras penas que te harán olvidar esta, y nadie tendrá, tampoco, la culpa de nada. No te tortures —le dijo alguien al oído, con voz segura y dicción exquisita, como si fuese el presentador de un telediario anunciando el futuro.

El corazón de Juan latió con fuerza. Levantó la mirada para agradecer aquellas palabras, pero no vio quien hablaba. En ese momento notó una brisa fresca, justo cuando en el umbral de la puerta un San Bernardo, como hecho de azúcar y chocolate, aullaba alegre en ademán de salir, dejando ver su collar de piel con incrustaciones que reflejaban los colores del arco iris.

Juan, que estaba como ido, volvió a la realidad y, después de meditar un buen rato, decidió asistir a todas las fiestas, carreras, monterías y partidos, como siempre. Haría propio el cinturón que regaló a su padre y se lo pondría, como él, los días señalados.
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