domingo, 22 de septiembre de 2013

LA ENVIDIA DEL VALLE

Los patos, los chicos y los grandes, gozaban tanto...

 
La pareja de patos se sintió feliz cuando supo que iba a cambiar de casa. Nunca tuvieron residencia con una piscina así de chula ni una chimenea tan acogedora, donde pasarían las veladas del invierno jugando al parchís (de oca a oca...). Era un caserón con jardín y todo, pero muy viejo. La campana de la chimenea, que era de madera, estaba podrida y amenazaba con hundirse en cualquier momento. Ellos la arreglarían, tenían tiempo.  

            El pato y la pata no estaban casados, pero para festejar aquella herencia  unieron sus picos y se zambulleron en la piscina. Interpretaron bajo el agua el segundo acto de El Lago de los cisnes.  Repitieron varias veces hasta que se cansaron. Luego, después de secarse en la chimenea, se quisieron un poco más. Sus buches azulones, prominentes,  quedaron bien reconfortados con una cena suculenta: revuelto de salvados con berros y sorgo, y, después, yeros y maíz pochada. Nada de naranjas ni foie-gras ni tomillos salseros. Tomaron vino de La cepa alta y brindaron con orujo de frambuesas. Estaban enamorados, eufóricos. 

         A la primavera siguiente, el pato y la pata ya eran una pareja sin desecho. Se paseaban por toda la propiedad con balanceos majestuosos, como péndulos de relojes caros, seguidos de una pandilla numerosa de patitos bullangueros.

Aquella manada era la envidia del valle. La piscina y la chimenea estaban muy orgullosas. Eran capaces hasta de hablar con tal de  que sus patos vivieran felices. La chimenea calentaba el agua en invierno; y  la piscina, presta a mitigar cualquier sopor,  se solazaba para que los patitos nadaran alegres y vieran en el espejo de sus aguas el paisaje que dibujaban las nubes errantes.

Los patos, los chicos y los grandes, gozaban tanto con los baños y los juegos alrededor del hogaril, que se olvidaron de los arreglos de la desvencijada casona. Tampoco volvieron a pensar en los mataderos de aves ni en las fábricas de confit, que los padres tanto temían.

La familia se reunía con frecuencia alrededor de la lumbre, con leña de pino y fragancia de romero. Una tarde, cuando el pato padre leía a sus pollos el Patito feo y otros cuentos, sonó un chasquido sobre sus cabezas. Todos miraron hacia arriba y vieron que las tablas de la campana empezaban a arder. Salieron corriendo, despavoridos. La pata madre recapacitó en su huída y volvió para coger los huevos que estaba incubando, y el padre hizo lo mismo para sacar los comederos con la cena. A pesar de las precauciones, no imaginaban lo que podía pasar.

Los padres, empatados de temor, se ahuecaron las plumas y respiraron satisfechos al ver que toda la familia estaba en el jardín. Algunos pequeños tenían el plumaje encenizado. Muertos de miedo, abrazados unos a otros, presenciaron el doloroso espectáculo protagonizado por las llamas, cada vez más altas y furiosas, que salían por el tejado y las ventanas del edificio.

La piscina no soportaba ver a los patos, rotos de dolor, iluminados por aquel resplandor espantoso, inmisericorde.  Así, empezó a mecerse y a remover el agua, como quien agita un recipiente para arrojarlo lejos, con fuerza.   Los patos se percataron pronto de las intenciones de la piscina. Ellos no podían hacer nada, pero movían sus alas impacientes, como intentando sumar energías para que la piscina lograra sus propósitos.

La casa seguía ardiendo. El agua se centrifugaba cada vez con más ímpetu. El trozo de tejado donde descansaba la chimenea estaba cediendo, a punto de caer. Los patos chicos se  acurrucaban al abrigo de los grandes. El agua del estanque rugía enfebrecido, volteado por los movimientos eficaces de los muros y el suelo de gres. Con brusquedad emergente y rugidos volcánicos, la piscina lanzó su contenido sobre el fuego de la casa.  Los patos vieron con asombro y agrado a la vez cómo se extinguía el incendio.

La piscina quedó destrozada.  La casa no resistió la furia del chaparrón y, después de un estruendo ensordecedor, quedó convertida en un montón de escombros humeantes.

Los patos, desamparados, sin casa ni piscina ni chimenea, deambularon por la intemperie del jardín, ajenos a los peligros de la calle.

Pocos días después del siniestro, una mañana lluviosa, cuando buscaban lombrices y otros insectos bajo las ruinas, fueron sorprendidos por unos hombres vestidos de azul que bajaron de un furgón blanco, rotulado con el nombre y la dirección de una cooperativa de patés, foie-gras, escabeches y otras conservas.    
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