martes, 17 de junio de 2014

LOCO POR LEER

Nada que ver con la fauna humana, materialista y represiva.



Moncho tenía una afición desmedida por la lectura. Al menos esa era la opinión de sus padres. Estos, inmersos en una vida social muy activa, preferían que su hijo se relacionara con amigos y jugara con ellos al fútbol, a las canicas o a otros juegos de su edad. Pero no, Moncho siempre estaba leyendo, siempre con su libro a la sombra de la acacia. Él decía que allí estaba escrita la historia de la vida, y que debajo del árbol veía personajes mágicos, exclusivos de su imaginación. 
           Los padres no entendían aquello tan irreal y, preocupados, sometieron al niño a presiones para que dejara de leer, o lo hiciera con moderación. Le privaron de la paga de los domingos y del bizcocho de zanahoria, que tanto le gustaba, y decidieron no comprarle más libros. Eso no dio ningún resultado: por la mañana y por la tarde, con frío o calor, el niño leía sentado en el arriate de aquel arbusto leguminoso, tan simbólico.
Ante la obstinación de Moncho, los padres cortaron los árboles que había alrededor de la casa y quemaron, mientras dormía, su libro preferido. El chico se quedó sin lectura y sin sombras. Aquello le trastornó: no quería hablar con nadie y perdió el apetito, pero nunca el deseo de disfrutar con sus fantasías literarias.  
Cada mañana se sentaba en el tocón de la acacia, cogía cualquier periódico o revista y, con los ojos cerrados, simulaba deleitarse con el contenido de un texto bien distinto al que tenía en frente. Reviviendo los conflictos y sensaciones de sus héroes, ponía cara de pelea, olía como si estuviese en medio de una inmensa rosaleda y hacía cariñosas muecas, como si acariciara a distintos animales, o algo así.
Una tarde, a primera hora, cuando el muchacho estaba abstraído, con la mirada puesta en su recreación interior, se le acercó la madre con cara de pesar, tras dejar por un momento la fiesta en honor a un grupo de amigos distinguidos y sus familias.
—¿Por qué haces como que lees, si tienes los ojos cerrados? ¿No sería mejor que vinieras a la piscina con los otros niños? Hace mucho calor. ¡Anda, cariño, ven! —dijo acariciándole las mejillas, con ese mimo de madre que a veces todo lo puede. 
—Cierro los ojos para ver con claridad las aventuras escritas en mi libro. ¡Lo quemasteis!, pero lo conservo en mi memoria. Hablo con los personajes. Esos niños de ahí no están en la trama. Talasteis la arboleda del jardín, pero no me importa; ahora crece en mí la vegetación que quiero.
—Hijo, tú no estás bien. Tenemos que llevarte al médico.
—No, mamá. ¡Vosotros estáis mal! Siempre tan ocupados en vuestras cosas, nunca os interesaron mis gustos. Ni siquiera supisteis que mi libro es «El libro de la selva». Con vosotros tan lejos y tan en contra, cuando Shere Khan salió del bosque, en lugar de raptarme, me cautivó. Ahora, ese tigre y yo somos amigos.
—No te entiendo, hijo —exclamó la madre sollozando.
—Está claro. Ya no estoy solo, ahora vivo con los lobos en su cueva. Y aunque Raksha se meta conmigo y me llame Mowgli, seguiré leyendo todos los días. Ellos sí que me entienden. Estoy encantado de ser uno más en esa jungla fascinante. No tiene nada que ver con la fauna humana, tan antinatural, tan materialista y tan represiva —dijo el chico  convencido, con el léxico que le caracterizaba,  propio de quien lee mucho.
La madre no dijo nada. Se fue al lado del padre y los dos, apartados, lloraron en silencio la locura y el aislamiento de su hijo.
Moncho siguió en su mundo. Hizo como si pasara otra página del libro. Luego, satisfecho, aulló como una fiera inocente, en medio de aquella fronda de robinias, tocadas con racimos blancos, de olor meloso, atrayente. 

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