jueves, 23 de junio de 2016

BORRADO DEL MAPA

Paisaje borrado del mapa

Aunque joven y con poca experiencia, me ocupaba de la recepción del hotel rural propiedad de la familia.  A media mañana en la radio hablaban del homenaje a Antonio Machado, con motivo del primer centenario de su nacimiento. En eso, se presentó aquel hombre maduro, peinado de peluquería y bien vestido, muy distinto a los pescadores de las aldeas cercanas.
—Buenos días —saludó con una sonrisa—. ¿Tiene usted alguna habitación libre?
—Sí, señor. Hasta el fin de semana, sin problemas. El sábado y el domingo, todo completo.
—Se me ha averiado el coche, espero que lo reparen pronto, pero me quedaré hasta el viernes. Está bien este sitio. Quién sabe, tal vez... —calló sin terminar la frase.
Tomé nota de sus datos personales y subí con él para enseñarle la habitación.
—Aquí no hay caja fuerte, ¿verdad?
—No, señor —contesté—. Podemos guardarle lo que quiera: dinero, joyas, documentos... Es una cortesía incluida en el precio.
—No es necesario. Muchas gracias —concluyó, colocando el equipaje, mientras yo me retiraba.
Parecía un buen tipo aquel hombre, pero me llamó la atención que, con el problema del coche, no tuviera cara de disgusto; ni las manos ni las ropas,  sucias. Tampoco pidió el teléfono para llamar a alguien, que es lo primero que se hace en estos casos. En aquellos tiempos no había móviles. Además, tardaran lo que tardaran en el taller, ¿qué pintaba un hombre solo, cuatro días, en Cabosegar? Entonces, el conjunto urbano cautivaba con su tipismo cántabro, pero en primavera estaba muerto; nada que ver con Villayerma, una ciudad con todos los servicios, a tan solo seis kilómetros tierra adentro. Cualquiera le habría llevado.
Al rato bajó con ropa deportiva, de buena marca, y una mochila de cuero al hombro, abultada y con buenos cierres de seguridad. Se dirigió a mí con afecto:
—Me gustaría dar un paseo, antes del almuerzo, para conocer los alrededores. Indíqueme un itinerario.
Le recomendé una vereda que serpenteaba por los acantilados. Don Manuel Cantollano, que así se llamaba el huésped, disfrutaría de los estruendos espumosos de las olas, al romper en los farallones, y de los aromas embriagadores de oréganos, jaras y melisas hasta llegar a las playas de la bahía.
Antes de salir preguntó por qué había tan poca presencia turística en el pueblo y en la costa próxima. Le indiqué que estaba prohibido construir en una franja de varios kilómetros hacia el interior y en el litoral. Con esas aclaraciones su cara se contrajo para mostrar una mueca de malestar, pero siguió con sus pesquisas.
—Entre otros negocios, comercializo relojes grandes, de esos que se colocan en las fachadas de los ayuntamientos —precisó desde el quicio de la puerta—. Ya que estoy aquí… ¿Dónde puedo ver al alcalde? Aprovecharé para enseñarle un catálogo.
—Pues mire, sí. Buena idea, porque el reloj de la plaza hace tiempo que no funciona.  Le puede encontrar en el puerto, en una cetárea  que tiene allí, es la única que hay.  Es joven para ser alcalde, pero lo es. Dígale que va usted de mi parte.
El forastero agradeció mis explicaciones y se fue. Poco después me relevó un primo, y también me fui.
* * *
Al día siguiente, cuando bajó el señor Cantollano de la habitación, le pregunté por el coche; dijo que, según noticias de la tarde anterior, no se lo podían arreglar. No le vi contrariado. Desayunó, y antes de irse me deseó un buen día. Llevaba vestimenta distinta, y sobre su hombro, no recuerdo si el derecho o el izquierdo, la misma mochila que el día anterior.
Volvió a la hora de comer con el alcalde, el secretario municipal y otro caballero con traje, a quien alguien identificó como delegado de Urbanismo. Me sorprendió que don Manuel llegara sin mochila; muy raro, después de verle siempre con ella.
Disfrutaron hasta chuparse los dedos con nuestro pote marinero. Reían y conversaban con fluidez, como si se conocieran de toda la vida. Yo había entrado por detrás en la bodega, un cuarto contiguo al reservado que ocupaban. Desde la penumbra veía todo a través de la cortina, muy transparente, colgada en la puerta que comunicaba las dos estancias. Sus gestos furtivos y las miradas vigilantes movieron mi curiosidad.
Antes de los postres, se presentaron dos señores con bata blanca en un cochazo a estrenar, de la mejor marca de entonces. Explicaron a don Manuel un par de cosas, él firmó unos papeles y le dieron las llaves: «el coche es suyo», dijeron. Luego le entregaron tres estuches más, iguales, y sendas carpetas. Se me puso el vello de punta, pero mi asombro creció al advertir que el señor Cantollano tomó los otros llavines y fue él quien, en esa ocasión, pronunció lo de «el coche es suyo»,  dirigiéndose al secretario, al alcalde y al delegado territorial.
—Los vehículos, ya matriculados, están a su disposición en el concesionario, ahí tienen ustedes la dirección. He preferido hacerlo así para evitar chismorreos —justificó don Manuel, bajando el tono de voz y mirándoles de reojo.
Consideré lo visto como una perversión. Se lo conté a mi padre con sigilo. Él insistió en que lo mantuviera en secreto, ya que podría causar problemas a aquellos desaprensivos y de paso a nosotros mismos.
Le hice caso, pero eso no me impidió que estuviera atento para ver cómo eran los coches del secretario y del alcalde. Nunca los llevaron al pueblo en el tiempo que siguieron allí. El alcalde, a los pocos meses, con motivo de no sé qué elecciones, dejó la alcaldía y se enchufó en las oficinas del partido. No le volvimos a ver. El secretario también se fue; salía en la tele de cuando en cuando, como miembro de una comisión ejecutiva, de esas raras que había.
*  *  * 
Ya ha transcurrido casi medio siglo, pero aún siento el dolor de tanto escarnio. Los viveros del alcalde y varios cientos de metros arriba y abajo se convirtieron en un embarcadero deportivo, con motoras y yates de lujo. Nuestro entorno cambió los colores naturales por los permanentes grises y negros de hormigones y asfaltos. Cabosegar, el pueblo donde nací, fue borrado del mapa. Quedó bajo la sombra de rascacielos de doce, catorce, diecisiete plantas. Nuestro hotelito, con sus patios y toda la superficie colindante, se convirtió en un complejo turístico monstruoso. Hicieron un nuevo Ayuntamiento. El viejo consistorio, declarado edificio protegido, fue lo único que se libró de la destrucción. Allí sigue, igual, con el reloj parado de siempre.
Entre tanto cemento, se olvidaron de reservar espacios para parques y jardines. Se secaron pozos y humedales, y los ríos quedaron despoblados de truchas y salmones. Todo esquilmado, vacío, lleno de progreso desolador, sin identidad. No quedó ni una parcela sin construir. ¡Nada! Ni siquiera para hacer una cárcel donde merecieron pudrirse el señor Cantollano y sus secuaces. Ellos me sacaron de mi casa con la fuerza del dinero, condenándome a no vivir para, ya viejo, morir sin dignidad.  
 ***************
También puedes leer:

martes, 5 de abril de 2016

AMARILLO, MANTECOSO, SUAVE

El queso estaba de vicio...

Las casas del pueblo de Pepote eran de adobe. Allí creció con sus padres, y jugó en las calles y plazas sin asfaltar, entre gallinas y travesuras infantiles. Cuando terminó la Enseñanza Media, un tío suyo le colocó en un quiosco de la capital. Se matriculó en una academia, en el turno de tarde, y dos años después consiguió un puesto fijo en la Administración.  
Aunque la esponja del tiempo borró muchas imágenes de su memoria, recordaba con viveza los baños en las acequias, la fragancia de la albahaca, la melosidad de las brevas y el escozor de las ortigas.  Aparte de eso, la leche en polvo y  el queso amarillo que daban en la escuela marcaban de forma indeleble sus añoranzas.
A pocos años de la jubilación, Pepote seguía contando que, cuando niño, aquella leche llena de grumos le asqueaba; era tan distinta a la de Lucerita, la vaca del alcalde, que sin saber por qué le hacía pensar en la maestra de las chicas: mayor, fondona, con los pechos hasta la cintura. No, nunca la probó. Sin embargo, repetía hasta ponerse pesado que el queso estaba de vicio. Muy a su pesar, por más que lo intentó, desde que salió de la escuela no lo volvió a probar. Eso sí, cada vez que le venía a la mente paladeaba con fruición, como si lo estuviera comiendo: mantecoso, intenso y suave, compacto pero blando... «¡Riquísimo, riquísimo!», recalcaba con gestos de placer.
          Si bien no se sentía mayor, llevaba una temporada que, según él, «no daba pie con bola». Fue al médico. Después de varias pruebas, le dieron la baja temporal. Libre de obligaciones y quitando importancia a sus desatinos, se dedicó sin descanso a la búsqueda de aquel queso. En cualquier población donde veía una tienda de barrio o un hipermercado, allí preguntaba.
           La respuesta siempre era la misma:
           —No, lo siento. Tenemos quesos de todas las clases, pero ese amarillo y mantecoso ya no se ve. Es muy difícil que lo encuentre.
          Lo más que añadían algunos entendidos era que ese lácteo, elaborado con leche de oveja coloreada con sustancias muy especiales, estaba catalogado como americano.
Con tanto indagar, Pepote acabó haciéndose un experto en quesos. Encontrarlos fue una batalla perdida, pero no se rindió.  Harto de explicaciones y de navegar por las pantallas publicitarias de multitud de proveedores, decidió darse satisfacción con sus propios medios.
«Si aquel requesón ambarino era de oveja, buscaré ovinas donde sea. Yo mismo haré quesos amarillos y mantecosos», se dijo convencido.
Aprovechando que no trabajaba, y a pesar de las rarezas que todos veían en él, se fue a las dehesas próximas. Recorrió prados y collados para tratar con mayorales y pastores. Sin confiar a nadie sus propósitos, compró  una manada de merinas en plena producción, y alquiló para ellas una nave en la zona industrial de la ciudad.
Allí cuidó al rebaño con la esperanza de conseguir leche suficiente para elaborar el queso que conservaba fresco en su imaginación. Con ese fin, todos los días daba a sus animales zanahorias, boniatos, paella con mucho colorante y algún forraje, para almorzar; y botones de margaritas y harina de maíz con salsa de mostaza, para cenar. Además las tiñó, desde el hocico hasta el rabo, con un mejunje que hizo mezclando agua oxigenada y azafrán.
Después de varias semanas, las ovejas perdieron caudal en el ordeño y su leche era tan blanca como el primer día; se quedaron en los huesos, no tenían fuerza ni para levantarse y, por si fuese poco, estaban infectadas de sarna, incluso hubo algunas bajas.
Aunque el aspirante a quesero tardó en reaccionar, acabó llamando al veterinario. Este puso el desastre en manos de la Sociedad Protectora de Animales, que actuó según sus protocolos.  El primero en recibir tratamiento fue Pepote. En la consulta del especialista echó la culpa de su fracaso a las borregas, y así constó en la ficha de ingreso hospitalario. No quiso admitir que fuese consecuencia de su enfermedad, diagnosticada tiempo atrás como «trastornos psicóticos», o algo así, que poco a poco hicieron que su comportamiento fuese cada vez más irracional.  
*********************
Además de este cuento, te invito a leer:

sábado, 5 de marzo de 2016

TODO ESTÁ ESCRITO (*)

El castillo que heredaron Alfonso y Cristina

Era la tarde de un jueves de otoño. En el metro de Príncipe Pío, una chica de unos treinta años se dirigió a un hombre, joven también, que bajaba canturreando por las escaleras mecánicas.
—Perdona, ¿sabes dónde tengo que coger la Línea Diez? Voy a Tribunal.  Es que con las obras estoy despistada.
—Es por aquí. Yo voy en la misma dirección, si quieres vamos juntos.
—Vale.
Cuando esperaban en el andén, se miraron con discreción. Ella vestía camisa con el anagrama de una empresa de conservación integral de edificios. Él portaba una bolsa de plástico, transparente, con una paleta, una regla, una plomada y otros útiles de trabajo.     
La chica vio que el joven llevaba en el cuello el trozo de una medalla cortada en quiebros, simulando los picos de una sierra. Parecía una media luna. El corazón empezó a latirle con fuerza. 
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Alfonso, ¿y tú?
—Cristina... Oye  —continuó— ¿hace mucho que tienes ese amuleto?
—Sí. Siempre. Me lo pusieron de pequeño y ahí sigue. Mi vieja dice que es bueno que lo lleve. Tonterías suyas, pero en fin...
Llegó el metro que esperaban. Subieron sin muchas apreturas. El vagón estaba casi vacío y se sentaron. 
—Yo tengo un colgante como ese tuyo. ¡Qué casualidad! A mí también me dicen lo mismo, que lo lleve siempre. Míralo. Son iguales. Veamos si casan —dijo la chica desabrochándose la cadena.
—Sí, pero el mío es mate.  El tuyo brilla más y es  más grueso —dijo Alfonso.
—Es que este es una copia. El original lo guarda mi madre.
—Siempre dije que mi amuleto era único, pero mira... Mi vieja siempre está con lo mismo: «lo que falta debe estar en alguna parte» —admitió el chico.
—Mi madre piensa igual. No sé tú, pero yo veo  esto con un cierto aire de misterio, y ahora parece que  se pone interesante  —sentenció Cristina.
—¡Bah! Ñoñeces.  ¿Nunca te han contado cómo llegó a tu poder esa media cosa?
—No. Solo que fue de un antepasado, y que gracias a esto mi vida podría cambiar muchísimo, pero nunca me dicen cómo ni para qué. Buena faltita me hace un cambio, a ver si salgo de la miseria —añadió la chica.
—¡Ah! Pues eso puede tener relación con una charla que oí a mi vieja, hace un par de años. No presté ninguna atención, pero decía a alguien no sé qué de unos papeles y que sería buenísimo que apareciera ya la otra mitad. 
—Si es así de interesante, no entiendo por qué no nos explican todo claramente, ni por qué las madres no se han buscado antes para completar el talismán. Algo tendrán en común —sospechaba Cristina.
—No lo sé. Cuando alguna vez pregunto a la mía, acaba diciéndome que todo está escrito, lo bueno y lo malo; pero eso lo dice siempre que nace uno, muere otro, o toca la lotería a alguien. Tenemos que seguir investigando, si tú no tienes inconveniente.
—Estoy de acuerdo —respondió ella—. Lo primero que tenemos que hacer es recurrir a las madres, que la mía saque el original, luego cotejaremos el mío con el tuyo, y  que nos aclaren este enredo.
No hablaron de otra cosa en el trayecto a Tribunal. Se despidieron y prometieron llamarse cuanto antes para informarse de sus indagaciones.
Los dos contaron en sus casas lo sucedido, y al día siguiente hablaron a la hora del desayuno. Coincidieron en que las madres estaban inquietas. Quedaron en verse los cuatro esa misma tarde, sobre las cinco,  en la Cafetería Merimar, cerca del metro de Argüelles.
Cuando ya estaban los dos jóvenes con las madres en el lugar de la cita, pidieron cafés e infusiones. Sin mucho discurso, la madre de Cristina sacó de un cofrecito el trozo original  que siempre guardó celosamente. Lo unieron a la parte que tenía el chico, y vieron cómo los dos ensamblaban perfectamente.
—Entonces, el ministro y tú... —dijo la madre de Alfonso, dirigiéndose a la de Cristina.
—Pues sí. Igual que tú y el ministro —espetó la madre de la chica, comprobando que los respectivos hijos tenían un lunar en la barbilla.
—Si no os importa, vais a contarnos vuestro secreto. Ahora aparece un ministro del que no sabíamos nada. Empezad por el principio, sin dejaros nada, por favor —pidió Cristina, con firmeza.
—Creo que está todo aclarado, no hay más que hablar. Tampoco sabemos mucho. De lo que sí estamos seguras es de que solo sois dos. Con esta prueba  ya podemos ir  al  notario. Así que, si estáis de acuerdo, ahora mismo...  —la madre del chico fue interrumpida.
—¿Qué vamos a hacer allí? —preguntó la chica.
—Todo está escrito —dijo la madre de Alfonso, y asintió la otra.
El notario los estaba esperando. Le habían llamado las madres antes de salir de casa, por separado, anunciando su posible visita.
—Bueno. Veamos. Siéntense —indicó el notario, que seguidamente cogió las dos piezas que le entregaron. Las miró minuciosamente por las dos caras, con una gran lupa, y comprobó la especificación de algunos troqueles en sus documentos—. Esto encaja. Falta que los peritos lo confirmen, pero eso no será óbice para que yo lea lo que les interesa saber —dijo el fedatario sacando un cuadernillo de folios timbrados.
—Señor notario, es mejor que nos explique con claridad lo que pone en esos papeles. Así no tendrá que leer tanto y acabaremos antes —sugirió Alfonso, un poco asustado con tanta escritura.
—Está bien. Yo se lo explico. El Duque de Valdecollados, propietario de fincas y empresas, falleció hace veintiocho años. Solo tuvo un hijo, don Amadeo Collado Deza. Este, en opinión del finado, cometió pecados tan graves como, con perdón de las damas, dejarse llevar por amoríos pecaminosos, despreocuparse del ducado, practicar corruptelas desenfrenadas y flirtear con la política. Llegó a ministro, como ustedes sabrán, y falleció hace dos años y tres meses. Su señor padre le desheredó y donó todos sus bienes, salvando los legítimos estrictos, a sus nietos;  considerando como tales a aquellos que le fueron presentados a poco de nacer, que no estaban legalmente reconocidos ni, por tanto, constaban en los anales dinásticos. El señor Duque entregó a las respectivas madres porciones de una medalla, las que ustedes me presentan, cuyas características él dejó bien definidas. Firmó que los portadores de dichas credenciales serían los destinatarios de títulos y patrimonios; ahora bastante mermados, por cierto, y carentes de liquidez. Además de lo dicho, el Duque estableció condiciones excluyentes que dicen textualmente: «Los herederos no tendrán derecho a la propiedad hasta el fallecimiento del padre, don Amadeo Collado, y llegado ese momento no podrán enajenar ni segregar el conjunto de la herencia. Este legado quedará desierto si se probara que una de las partes beneficiarias hubiese buscado a la otra valiéndose de anuncios públicos o de cualquier medio de comunicación».
—Y ¿eso por qué? —quiso saber la futura duquesa.
—Pues eso no está escrito, pero hay que interpretar que el señor Duque pretendía que sus nietos se unieran por razones de afectividad, o mera coincidencia, como es el caso, pero nunca por intereses económicos. Las madres de ustedes lo sabían y respetaron tal voluntad.
Satisfecha la curiosidad de la chica continuó el notario, sonriente, mirando por encima de las gafas a sus interlocutores:
—Es un testamento muy peculiar, su clausulado llama la atención, pero eso, más o menos, es lo que dice. Así pues, tan pronto tenga las pruebas de autenticidad oficial y se emitan los edictos pertinentes,  ustedes, distinguidos Alfonso y Cristina, serán de pleno derecho los Duques de Valdecollados, ex aequo  —concluyó el notario.
—Pero oiga, que nosotros no tenemos dinero, ni cultura. ¡Nada! Yo currelo en la construcción y ella es limpiadora de locales y edificios... —aclaró el chico con tono preocupado.
—De lo que ustedes sean o hayan dejado de ser, aquí no dice nada. Así pues mantengo lo dicho —confirmó el notario recogiendo sus papeles.
Los jóvenes salieron de la notaría aturdidos, sin saber qué pensar de todo aquello. Tampoco sabían muy bien qué era un ducado, ni qué podían hacer ellos con semejante suerte.
Poco después, Alfonso se empleaba en el adecentamiento exterior del castillo ducal y sus anexos. Al mismo tiempo Cristina sacudía telarañas, sacaba brillo a los suelos nobles, enceraba los pasamanos de las barandillas y quitaba el polvo de las lámparas.  No sabían que aquellas propiedades, teniendo ya dueños ciertos, iban a ser embargadas si no se liquidaban los impuestos en mora: sobre ellas pesaba una carga por el impago de los arbitrios municipales y fiscales de muchos años.

(*) De la colección inédita Cuentos artesanos
**********************************
OTRAS LECTURAS RECOMENDADAS: Reflexión política y la Presentación de un libro