martes, 26 de marzo de 2019

COMO NOVIA SIN PASIÓN (*)


Sin saber por qué, me vi en urgencias atendido por un doctor que yo no conocía. Él tampoco sabía nada de mí. Por no saber, no supo ni qué hacer conmigo. Nadie le explicó mis males. Yo, tan trastornado como estaba, no podía ni quejarme. Según me dijeron,  contaba una aventura muy vaga que hizo reír a todos. A mí, la verdad, aquello no me hacía ninguna gracia.
Ahora lo recuerdo mejor, sí. Empezó el día de San Isidro, cuando la mañana iba clareando.  La sala de la pensión estaba tranquila y el sol me acariciaba cordial,  como si quisiera premiarme el esfuerzo de convertir mis desvaríos en unos renglones bien puestos, con algo que decir. Lo había conseguido.  Sólo tenía que modelar la trama y seleccionar las palabras para contar lo que quería. Ese era y es mi trabajo, escribir.  Sin esa actividad mi espíritu se muere y mi  físico languidece.
Yo estaba satisfecho. El proyecto  de mi cuento y el  figurado confort de la estancia componían una simbiosis que no siempre se logra. Aquel día, sí. Pero la magia se deshizo cuando doña Asunción, la patrona, tan pesada como carente de sensibilidad, entró en mi fantasía devolviéndome a la realidad del mundo con instancias domésticas.
—Buenos días, don Manuel. No sabía que estaba usté aquí. Pues me viene de perlas. Tengo que doblar una colada de sábanas, sacudir unas mantas, cepillar las alfombras del salón y...
—No me distraiga, por favor. Estoy  cuajando un cuento que tengo que entregar el martes y no me puedo entretener.
—¡Ande! Si no tardaremos ná. Total, pa las boberías que pondrá usté. ¡Habrá que verlas!
Me cogió en un momento tonto y acepté. Bueno, lo hice porque  la precariedad de mi economía me obligaba a vivir de fiado más de un mes. El ama lo sabía bien y se aprovechaba de ello. No podía negarme. Confieso que me deleitaba el olor a jardín de las sábanas recién lavadas pero, ¡mecachis!, cada doblez se llevaba algo de mí. Me dediqué tanto a aspirar la fragancia de lo que yo imaginaba  capullos reventones, que mis fundamentos, todavía en flor,  empezaron a marchitarse. Las cenefas de los embozos,  rúbricas de sueños bordados,  también  ayudaron a que creciera la página de los olvidos.
Cada vez me veía más necesitado de urdimbres literarias. Aquellas sábanas, testigos de ilusiones y  de amores prohibidos, se tornaron para mí en una amarga pesadilla, en un triquitraque que arruinó el final de mi relato, del que sólo tenía anotados los comienzos de un principio sin continuidad. ¡Quién me mandaría a mí...!  Por qué no iría yo aquella mañana  a un parque, o a un bar; o al ambulatorio, directamente.
—¡Hala!, don Manuel. Vamos con las mantas, que ya nos queda menos.
—Cómo abusa usted, doña Asun...
—Pero hombre, si en un santiamén hemos terminao —me animó la dueña, sebosa como una nutria y bigotuda como el sargento de los retratos.
Seguimos con las mantas. En cada sacudida se me iba parte de los pocos estímulos creativos que me dejaron las sábanas. Con los estruendos de los manteos  y las nubes del polvillo liberado, notaba en mis entrañas una debilidad que me pellizcaba, primero, y me mordía, después. Me miré por dentro y vi que las pocas raíces de los pensamientos mañaneros, con los que pretendía una textura lucida, se secaron todas con el cepellón del intelecto. Me quedé sin argumentos con los que construir algo atractivo. Notaba, a cada segundo, cómo  iba enfermando. Siempre me ocurre, pero nunca me puse tan grave, ni me dio por desvariar así.  Perdí la inspiración y con ella el vigor de sus hechizos. Es lo peor que le puede pasar a un escritor.  Me enojé. Como espantado, sin juicio, salí corriendo. Doña Asunción, que no entendía nada, confundió mi ataque de locura con una simple rabieta. Mejor así.
—Don Manuel, don Manuel. ¡Por Dios! —intentó salir detrás de mí, pero ya estaba yo en los rellanos del bajo.
Llevaba los ánimos tan rotos que se me iban por los agujeros las ganas de vivir. Me quedé como una estación sin trenes, como una comida sin sal, como una nodriza sin leche, como una novia sin pasión. 
Pero no sería aquello lo peor. Lo peor era que, sin nada escrito, no podía presentarme en la tertulia de los lunes, ni ir a la partida de mus de los miércoles ni a la comida que, desde hacía años, celebraba todos los viernes con los amigos del oficio. El silencio de los admiradores alimentaría más el hambre de mis vanidades. No, aquello no podía ser.  Tenía que llenar de actividad los huecos vacíos. Busqué  razones que sustentaran mis vidas,  algo que me quitara las telarañas de mis bandullos y me permitiera exhibir, garboso como siempre, mi aspecto de genio maduro, aunque mi cara delatara el consumo de caldos peleones.
Tan preocupado por preñarme y parir la línea premonitoria de unos párrafos definitivos, huí de quienes esperaban leer mis textos. Me ausenté de mí y, buscando alimento para un guion,  me olvidé de la necesidad de comer. Protagonista de un monólogo callado, esperanzado en servirme de las apreciaciones ajenas, me dediqué a la caza de historias prestadas.
No sé cuántos días deambulé por las colas de autobuses y cines, por las tascas de barrio y por los rincones donde hacían sus tratos las meretrices callejeras. Desmadejado y privado de  conciencia,  sin nada que llevarme a la boca y con muy poco material para la pluma,  llegué solo a las urgencias de marras.
Aquí estoy. Cuando salga volveré a la pensión y me reconciliaré con doña Asun. Ella sí sabrá qué hacer conmigo: lo primero, cepillar las alfombras del salón para acabar con la faena. De paso, hasta podré encontrar sobre las viejas esteras aquellas ideas, bien dobladas y sacudidas, que me limpiaron las sábanas y las mantas. ¡Qué irreverentes!
(*) De mi libro "Leña y papel y otros cuentos"

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