jueves, 19 de agosto de 2010

OTRA MIRADA

Empezó a verse un horizonte despejado, más amoroso y agradable

El desconocido estaba detrás de la Colegiata, frente a la sucursal de una Caja de Ahorros, en el interior de un Fiat viejo, tan sucio, que casi no se distinguía la matrícula ni el color de la pintura. Su apariencia, maloliente y desastrada, era impropia de un joven como él. ¿A quién importaba eso? No tardaría nada. Él sabía.

El agente que patrullaba, sorprendido, se dirigió a él con intención de amonestar.

—Lo que está haciendo es una tontería, amigo. ¿Para qué quiere usted eso?

“Si tú supieras, so tarugo, las tonterías que yo he firmao con esta recortá” —pensó antes de responder, un poco desconcertado por la inesperada visita.

—Sólo la llevo por si acaso. No está cargá.

—Salvo algún maleante que nos visita de tarde en tarde, aquí la ciudadanía es gente de bien. ¿Tiene usted licencia de armas?

—No la necesito. Nunca la he usao. Ya se lo he dicho, sólo la llevo por si acaso.

El policía, por las sospechas que le surgieron, y sobre todo ante el descubrimiento de un arma sin permisos, tuvo que cumplir con su obligación.

—Tiene que acompañarme a la Comisaría. Si descubrimos que ha cometido usted cualquier delito, con arma o sin ella, le aconsejo que se encomiende a Dios, porque va a necesitar mucha ayuda, y de la buena —dijo el policía, subiéndose la cremallera del anorak mientras miraba de reojo los nubarrones movidos por el viento mañanero.

El sospechoso salió del vehículo sin ninguna resistencia y entregó el arma al agente cuando éste hizo ademán de pedírsela.

—Tome usted. Y, por favor, a mi no me hable de Dios ni de lo maravilloso que es. Si existiera no habría consentío que yo, y otros como yo, estuviésemos tan tiraos por el mundo, sin casa, sin dinero, sin comida...

El agente no dijo nada, solo le pidió la documentación. Cuando llegaron a las dependencias policiales, que estaban cerca, dejó al joven bajo la custodia de un compañero, en un cuarto que olía a letrina, mal alumbrado y casi sin muebles, al final del pasillo.

No tardó en volver el policía con un legajo de informes.

—Bien. Hemos averiguado que acaba de salir de la cárcel —dijo dirigiéndose al detenido, Juan Cruz, mientras soltaba los papeles sobre la mesa y se sentaba en la única silla libre, toda de madera, pintada de gris.

—Sí, pero yo no soy un asesino, no valgo pa´hacer daño a las personas. Mis fechorías no son graves, sólo hurtos sin importancia, lo justo pa vivir como he vivío, abandonao desde chico.

—Sin importancia ¿dice? Atracos en bancos y gasolineras con intimidación, robos en supermercados, tirones y desvalijamiento de cepillos y limosneros en iglesias y catedrales. ¿Le parece poco? Ahora mismo está en paz con la justicia, pero tengo que retenerle la escopeta y sancionarle. Firme aquí...

El delincuente firmó los papeles sin objeción. El agente siguió con su arenga.

—No puedo detenerle, pero le digo lo de antes: encomiéndese a Dios y que Él le guíe. Puede irse.

—Dios, otra vez Dios, pero si ese Dios suyo, tan maravilloso, no existe, y Él seguro que lo sabe —refunfuñó sin mucha convicción.

Cuando salió estaba muy nublado, hacía frío y tenía hambre. Los bancos y los comercios ya estaban cerrados. La chaqueta, andrajosa, no tenía bolsillos, y los del pantalón estaban rotos. Pensó que lo mejor sería refugiarse en la Iglesia. Quizá allí, con un poco de suerte, solucionaría el problema de la comida y el de otras carencias.

Cerca de la puerta, una mujer mayor, con la vista extraviada, arrastraba los pies y tanteaba el suelo con un bastón, intentando con dificultad salvar los escalones del pórtico. Juan Cruz, antes de fijarse en el bolso de la anciana, se miró a sí mismo y pensó: “Pobre vieja. Echar una mano a esa ruina sí que debe ser maravilloso, por lo menos para ella. Por una vez...”

Ayudó a la señora y vio cómo, ya dentro, se sentó palpando en un reclinatorio y se puso a rezar. En esos momentos, Juan se acordó de los frailes del orfanato, de sus lecciones y su bondad, de su palabra cariñosa y su gesto apacible... A la vez experimentó en él algo insólito: alegría, mucha alegría, y ausencia total de hambre y frío. Se sentó en el suelo, en un rincón del zaguán, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, disfrutando de aquel estado de paz.

Cuando vio que salía la viejecita, fue a su encuentro para ayudarla otra vez.

—Me da en la nariz que eres el mismo indigente de antes ¿verdad hijo? Toma, guárdate esto y no digas nada. Reflexiona. Piensa que el bien sólo se consigue dando. A ver si lo entiendes y te queda claro.

Cuando Juan Cruz volvió al rincón, abrió el sobre de la invidente. Contó los billetes con disimulo. Había más de lo que él necesitaba. Sintió los escalofríos de la emoción dentro de él y su mirada se inundó. Quedó embargado por una sensación de pesar y de satisfacción a la vez. Convivían en él el recuerdo de un pasado oscuro y los primeros pasos de un futuro diferente.

Luego, más tranquilo, salió a la calle y, poco a poco, empezó a ver un horizonte despejado y un día más amoroso, más cálido y agradable.
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