miércoles, 1 de abril de 2020

LLEGARON TARDE


Gonzalito, vestido con el guardapolvo azul-marino que se ponía para las grandes ocasiones, meditaba sobre la barandilla del viaducto, principio del fin de muchos desesperados. Su madurez había llegado hasta allí caminando de espaldas al mundo. Miraba al vacío y se veía reflejado en el espejo de la soledad, sin nadie dispuesto a compartir con él sus miserias. Sólo tenía tiempo, y se quedó sin nada. “¡Cuántos amigos tendría si, en lugar de pobrezas, amasara bienes e influencias!”, decía para sí, con la vista perdida en la profundidad, moviendo la cabeza.
Todos lo sabían. Desde pequeño entendió  que la vida no tenía ningún sentido sin la satisfacción de ayudar a los demás. Así, estuvo siempre para todo y para todos.  “Gonzalito —le decía el vecino de la tienda —, mañana tenemos que  descargar un camión de fruta”. A primera hora de la mañana ya estaba preparado, dispuesto a descargar lo que fuese. Desde allí, cansino, sudando como un pollo y con la lengua fuera, corría a complacer al carpintero, que le esperaba para acomodar en la furgoneta un pedido de muebles.  Después se iba a la sastrería, donde tenía que doblar las piezas cortadas para la faena del día siguiente. 
Cuando no era uno, era otro: para una mudanza, para pedir una cita en el ambulatorio, para recoger en el colegio a unos niños, para colocar lámparas y muebles después de una limpieza general..., para todo servía y se ofrecía con agrado el inefable Gonzalito, que, fuese donde fuese, siempre vestía de azul-marino, su color favorito, el de las grandes ocasiones. Para él todos los días eran importantes, aunque no descansara nunca, ni domingos ni días festivos. Esos días también tenía faenas,  distintas, pero tenía: cuidar a una anciana, vigilar algún comercio, llevar a los críos al parque mientras los papás dormían la siesta...  
Acababa exhausto, molido.  A cambio tenía todas las necesidades cubiertas. Sin pedir a nadie ni preocuparse de nada, nunca le faltó un techo con ropa limpia y comida caliente.
Sin embargo, tan ocupado como estaba siempre, no le quedaba tiempo para pensar en su propio descanso ni en su divertimento ni, mucho menos, en la suerte que le guardaba el porvenir. Tampoco imaginaba que algún día, no muy lejano, estaría sentado en el pretil del viaducto sin saber qué hacer.        
Todo cambió cuando el barrio de siempre, en los arrabales más humildes de la ciudad, levantado con la informidad de muchas chabolas sin licencia, fue absorbido  por la expansión que demandaba el progreso. Los habitantes de aquellos suburbios, empadronados a la fuerza, fueron desahuciados con destino a colmenas prefabricadas, muy lejos de allí, amuebladas sólo con la penuria del espacio.
Desapareció la tienda, la carpintería, el sastre... Todo. Las casas nuevas olían a estreno pero, por pequeñas, condenaban a sus ocupantes a no crecer y a desentenderse de huéspedes y visitantes.
Aunque con estrecheces, todos tenían una casa reconocida donde vivir. Eso contentaba a la mayoría. Sin embargo, Gonzalito, como  era titular de la nada, no fue destinatario del beneficio de la permuta. Con aquella modernidad se quedó desocupado. Los ancianos fueron internados en Residencias o atendidos en Centros de Día, y también abrieron guarderías y ludotecas para los más pequeños.
Todos estaban encantados menos Gonzalito. Éste, convencido de que ya no era necesario para nadie, encaminó su vida hacia el viaducto. Allí,  sentado en el malecón, al otro lado de la baranda, con la mirada puesta en el abismo, pensó en cómo quedaría un cuerpo al impactar con el suelo de la profunda depresión. Dudaba entre sentir el dolor de tan dantesco espectáculo o verse con la mano tendida en la puerta del túnel, hervidero por dónde discurrían las serpientes mecánicas cargadas de privilegiados con  sueldo, agraciados sin tiempo para holgar. Aquello sería mejor, pero el hambre y el frío —pensaba—  harían de él un hombre ausente, escapado por las  rendijas de la existencia, ignorado por la multitud transeúnte.
Mientras él caía en lo más hondo de aquella zozobra, sus amigos y vecinos, que tenían algo muy importante que decirle, le buscaban por toda la ciudad. A pesar de las pesquisas, no dieron con él.
Por fin, alguien dijo dónde podían encontrar al del blusón azul. Todos fueron en procesión al lugar indicado, deseando exponer a su amigo las decisiones que habían adoptado por unanimidad:
·       El nuevo distrito se llamará  San Gonzalo.
·       Gonzalito será el representante perpetuo de los vecinos del lugar.
·       Tendrá derecho a casa y a una mensualidad dineraria con carácter vitalicio...
Todo, concluía el manifiesto, costeado por sus vecinos, que pedían al flamante regidor el compromiso de que siguiera siendo el amigo de siempre.
Por fin tendrían ocasión de reconocer públicamente a Gonzalito lo que había hecho por todos y premiarle como él se merecía, pero llegaron tarde.
La alegría de tantos amigos fue desterrada por la incertidumbre, primero, y por la tristeza, después.  Los municipales no les dejaron ver el abstracto de color añil sobre fondo granate, estampado en el fondo del precipicio.
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NOTA: De libro "Leña y papel y otros cuentos"

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martes, 26 de marzo de 2019

COMO NOVIA SIN PASIÓN (*)


Sin saber por qué, me vi en urgencias atendido por un doctor que yo no conocía. Él tampoco sabía nada de mí. Por no saber, no supo ni qué hacer conmigo. Nadie le explicó mis males. Yo, tan trastornado como estaba, no podía ni quejarme. Según me dijeron,  contaba una aventura muy vaga que hizo reír a todos. A mí, la verdad, aquello no me hacía ninguna gracia.
Ahora lo recuerdo mejor, sí. Empezó el día de San Isidro, cuando la mañana iba clareando.  La sala de la pensión estaba tranquila y el sol me acariciaba cordial,  como si quisiera premiarme el esfuerzo de convertir mis desvaríos en unos renglones bien puestos, con algo que decir. Lo había conseguido.  Sólo tenía que modelar la trama y seleccionar las palabras para contar lo que quería. Ese era y es mi trabajo, escribir.  Sin esa actividad mi espíritu se muere y mi  físico languidece.
Yo estaba satisfecho. El proyecto  de mi cuento y el  figurado confort de la estancia componían una simbiosis que no siempre se logra. Aquel día, sí. Pero la magia se deshizo cuando doña Asunción, la patrona, tan pesada como carente de sensibilidad, entró en mi fantasía devolviéndome a la realidad del mundo con instancias domésticas.
—Buenos días, don Manuel. No sabía que estaba usté aquí. Pues me viene de perlas. Tengo que doblar una colada de sábanas, sacudir unas mantas, cepillar las alfombras del salón y...
—No me distraiga, por favor. Estoy  cuajando un cuento que tengo que entregar el martes y no me puedo entretener.
—¡Ande! Si no tardaremos ná. Total, pa las boberías que pondrá usté. ¡Habrá que verlas!
Me cogió en un momento tonto y acepté. Bueno, lo hice porque  la precariedad de mi economía me obligaba a vivir de fiado más de un mes. El ama lo sabía bien y se aprovechaba de ello. No podía negarme. Confieso que me deleitaba el olor a jardín de las sábanas recién lavadas pero, ¡mecachis!, cada doblez se llevaba algo de mí. Me dediqué tanto a aspirar la fragancia de lo que yo imaginaba  capullos reventones, que mis fundamentos, todavía en flor,  empezaron a marchitarse. Las cenefas de los embozos,  rúbricas de sueños bordados,  también  ayudaron a que creciera la página de los olvidos.
Cada vez me veía más necesitado de urdimbres literarias. Aquellas sábanas, testigos de ilusiones y  de amores prohibidos, se tornaron para mí en una amarga pesadilla, en un triquitraque que arruinó el final de mi relato, del que sólo tenía anotados los comienzos de un principio sin continuidad. ¡Quién me mandaría a mí...!  Por qué no iría yo aquella mañana  a un parque, o a un bar; o al ambulatorio, directamente.
—¡Hala!, don Manuel. Vamos con las mantas, que ya nos queda menos.
—Cómo abusa usted, doña Asun...
—Pero hombre, si en un santiamén hemos terminao —me animó la dueña, sebosa como una nutria y bigotuda como el sargento de los retratos.
Seguimos con las mantas. En cada sacudida se me iba parte de los pocos estímulos creativos que me dejaron las sábanas. Con los estruendos de los manteos  y las nubes del polvillo liberado, notaba en mis entrañas una debilidad que me pellizcaba, primero, y me mordía, después. Me miré por dentro y vi que las pocas raíces de los pensamientos mañaneros, con los que pretendía una textura lucida, se secaron todas con el cepellón del intelecto. Me quedé sin argumentos con los que construir algo atractivo. Notaba, a cada segundo, cómo  iba enfermando. Siempre me ocurre, pero nunca me puse tan grave, ni me dio por desvariar así.  Perdí la inspiración y con ella el vigor de sus hechizos. Es lo peor que le puede pasar a un escritor.  Me enojé. Como espantado, sin juicio, salí corriendo. Doña Asunción, que no entendía nada, confundió mi ataque de locura con una simple rabieta. Mejor así.
—Don Manuel, don Manuel. ¡Por Dios! —intentó salir detrás de mí, pero ya estaba yo en los rellanos del bajo.
Llevaba los ánimos tan rotos que se me iban por los agujeros las ganas de vivir. Me quedé como una estación sin trenes, como una comida sin sal, como una nodriza sin leche, como una novia sin pasión. 
Pero no sería aquello lo peor. Lo peor era que, sin nada escrito, no podía presentarme en la tertulia de los lunes, ni ir a la partida de mus de los miércoles ni a la comida que, desde hacía años, celebraba todos los viernes con los amigos del oficio. El silencio de los admiradores alimentaría más el hambre de mis vanidades. No, aquello no podía ser.  Tenía que llenar de actividad los huecos vacíos. Busqué  razones que sustentaran mis vidas,  algo que me quitara las telarañas de mis bandullos y me permitiera exhibir, garboso como siempre, mi aspecto de genio maduro, aunque mi cara delatara el consumo de caldos peleones.
Tan preocupado por preñarme y parir la línea premonitoria de unos párrafos definitivos, huí de quienes esperaban leer mis textos. Me ausenté de mí y, buscando alimento para un guion,  me olvidé de la necesidad de comer. Protagonista de un monólogo callado, esperanzado en servirme de las apreciaciones ajenas, me dediqué a la caza de historias prestadas.
No sé cuántos días deambulé por las colas de autobuses y cines, por las tascas de barrio y por los rincones donde hacían sus tratos las meretrices callejeras. Desmadejado y privado de  conciencia,  sin nada que llevarme a la boca y con muy poco material para la pluma,  llegué solo a las urgencias de marras.
Aquí estoy. Cuando salga volveré a la pensión y me reconciliaré con doña Asun. Ella sí sabrá qué hacer conmigo: lo primero, cepillar las alfombras del salón para acabar con la faena. De paso, hasta podré encontrar sobre las viejas esteras aquellas ideas, bien dobladas y sacudidas, que me limpiaron las sábanas y las mantas. ¡Qué irreverentes!
(*) De mi libro "Leña y papel y otros cuentos"

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martes, 12 de diciembre de 2017

NICOLÁS



Una calle del pueblo de Nicolás
Nicolás llevaba en la capital sólo dos semanas. Se crió sin madre; y su padre, pastor del concejo, había fallecido aquel verano víctima de la fuerza de un rayo. Como el chico quedó solo en el caserío, se hicieron cargo de él unos familiares lejanos, de la capital. Prometieron que no le faltaría de nada.  El compromiso quedó bien cumplido: Nicolás tenía techo donde dormir, comida, ropa, estudios, una familia... Y más.  ¡Mucho más! Tanto, que no podía con todo.
La tarde de San Clemente, una tarde gris, como otra cualquiera, quedó grabada para siempre en su memoria.  Nicolás parecía liberado después de las clases del Instituto. Pero no. La jornada seguía para él. Debía ir a casa, merendar y recibir la retahíla de las ocupaciones más urgentes.  Esa tarde, sin que nadie le brindara ninguna atención, ni doméstica ni sentimental, le dijeron que lo primero  era ir a la bodega, propiedad de la familia, para limpiar y colocar la trastienda. Allí, sobre unas cajas de licores, habían improvisado un camastro para que el muchacho durmiera con Tobías.
Cuando llegó ya le estaba esperando su tío, malhumorado porque, según él, llegaba tarde.  El chico barrió y fregó por dentro y por fuera del mostrador, recogió la basura y la llevó a los contenedores. Sin recuperar el resuello, recogió todos los cascos vacíos, los seleccionó por marcas y contenidos y los colocó en sus correspondientes cajas, para que al día siguiente, a primera hora, se las llevaran los distribuidores. Cuando ya se iba corriendo, camino del supermercado donde le habían contratado para repartir los pedidos a domicilio, fue requerido para que  ayudara a rellenar  unas botellas con restos de vino que ya olían a picado. Y después...
—Venga, vete ya. Despabila que llegas tarde. Y ya sabes, cuando termines te vas a casa, cenas y, sin distraerte, vuelves aquí cuanto antes, por si  tienes que hacerme algún recado —ordenó el tío. 
Nicolás no hablaba, sólo obedecía.
Salió a toda prisa. No había merendado y sólo le dio tiempo a coger, a escondidas, unos recortes de tocino añejo y unos trozos de magdalenas que se habían roto en el almacén. Tenía hambre, pero se había hecho tarde y no era cosa de demorarse más. Ya comería algo luego, entre reparto y reparto.
           El encargado del súper, un flaco estirado que parecía el dueño de todo, de esos que fuerzan la sonrisa hasta que se les nota, también increpó al chico por su tardanza.
—¿Se puede saber dónde te has metido? Ponte las pilas porque hoy se te ha amontonado el trabajo, y tienes que correr porque, si vas muy tarde, las señoras se molestan, ¡con razón! Y cuando hayas terminado con el último servicio, no te olvides de dejarme en el buzón los justificantes de las entregas. ¡Así que venga, chico, a rendir!
Nicolás, cansado y compungido por tanta tarea, no decía nada. No tenía tiempo ni para rechistar. Nadie reparaba en sus esfuerzos.  Sólo Tobías, de vez en cuando, se acercaba a él o le acompañaba, pero tampoco le ofrecía mucha ayuda.
El mozo fue llevando los pedidos uno a uno, desde la tienda al domicilio de los clientes. Ahora a un tercer piso. Luego a un quinto; el siguiente, a un cuarto, éste sin ascensor. Así hasta cinco. Nunca recibía gestos amables, pero regañinas siempre sobraban: porque el género iba revuelto, porque éste o aquel artículo no eran como los habían pedido, porque la bebida iba caliente, porque llegaba tarde... Siempre había motivos para quejas, que el pobre Nicolás intentaba eludir como podía, y podía bien poco. Nadie daba propina; así eran las condiciones, un pequeño recargo sin gajes ni más gastos. Lo que el chico ganara él no lo sabía, era un trato entre el jefe del supermercado y su tío. Ellos se  entendían.
Cuando terminó, dejó en el buzón los recibos de los repartos, se fue a casa de los parientes, mal cenó y, corriendo como siempre, ya noche cerrada, se presentó en la bodega y se puso a las órdenes del tío. Nicolás respiraba confiado porque, por mucho tajo que le encomendaran, siendo ya tan tarde como era, poco podría ser. Pero no, por más ganas que tuviera el zagal, el fin nunca llegaba. El amo se fue a casa, pero él tuvo que acabar una lista de encargos antes de acostarse: limpiar cristales, trasvasar, reponer, ordenar, hacer los deberes... Por fin llegó la hora, pero, a pesar del cansancio, debió dormir poco Nicolás aquella noche.
A la mañana siguiente, todo parecía amanecido al revés. Nicolás no daba señales de vida. Los repartidores esperaban enfadados, sin que sus llamadas tuvieran respuesta. Y, lo peor,  los municipales buscaban al dueño del establecimiento para que se hiciera cargo de Tobías, que estaba retenido en el puesto de la estación desde la madrugada. Cuando el dueño llegó al cuartelillo encontró al pobre animal triste, como una persona deprimida; ni ladraba, ni movía la cola, ni nada; sólo levantaba la cabeza para que le cogieran del collar una nota escrita con la letra de Nicolás:
Me voy en el tren hasta el puerto, allí tomaré un barco que me lleve a cualquier sitio, aunque sea a las Américas. Escribiré. Adiós”.
El destino de Nicolás pudo ser una singladura sin fin. O quizá no. Quién sabe. Nunca escribió ni volvió para contarlo.
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NOTA: De mi libro "Leña y papel y otros cuentos"   

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jueves, 23 de junio de 2016

BORRADO DEL MAPA

Paisaje borrado del mapa

Aunque joven y con poca experiencia, me ocupaba de la recepción del hotel rural propiedad de la familia.  A media mañana en la radio hablaban del homenaje a Antonio Machado, con motivo del primer centenario de su nacimiento. En eso, se presentó aquel hombre maduro, peinado de peluquería y bien vestido, muy distinto a los pescadores de las aldeas cercanas.
—Buenos días —saludó con una sonrisa—. ¿Tiene usted alguna habitación libre?
—Sí, señor. Hasta el fin de semana, sin problemas. El sábado y el domingo, todo completo.
—Se me ha averiado el coche, espero que lo reparen pronto, pero me quedaré hasta el viernes. Está bien este sitio. Quién sabe, tal vez... —calló sin terminar la frase.
Tomé nota de sus datos personales y subí con él para enseñarle la habitación.
—Aquí no hay caja fuerte, ¿verdad?
—No, señor —contesté—. Podemos guardarle lo que quiera: dinero, joyas, documentos... Es una cortesía incluida en el precio.
—No es necesario. Muchas gracias —concluyó, colocando el equipaje, mientras yo me retiraba.
Parecía un buen tipo aquel hombre, pero me llamó la atención que, con el problema del coche, no tuviera cara de disgusto; ni las manos ni las ropas,  sucias. Tampoco pidió el teléfono para llamar a alguien, que es lo primero que se hace en estos casos. En aquellos tiempos no había móviles. Además, tardaran lo que tardaran en el taller, ¿qué pintaba un hombre solo, cuatro días, en Cabosegar? Entonces, el conjunto urbano cautivaba con su tipismo cántabro, pero en primavera estaba muerto; nada que ver con Villayerma, una ciudad con todos los servicios, a tan solo seis kilómetros tierra adentro. Cualquiera le habría llevado.
Al rato bajó con ropa deportiva, de buena marca, y una mochila de cuero al hombro, abultada y con buenos cierres de seguridad. Se dirigió a mí con afecto:
—Me gustaría dar un paseo, antes del almuerzo, para conocer los alrededores. Indíqueme un itinerario.
Le recomendé una vereda que serpenteaba por los acantilados. Don Manuel Cantollano, que así se llamaba el huésped, disfrutaría de los estruendos espumosos de las olas, al romper en los farallones, y de los aromas embriagadores de oréganos, jaras y melisas hasta llegar a las playas de la bahía.
Antes de salir preguntó por qué había tan poca presencia turística en el pueblo y en la costa próxima. Le indiqué que estaba prohibido construir en una franja de varios kilómetros hacia el interior y en el litoral. Con esas aclaraciones su cara se contrajo para mostrar una mueca de malestar, pero siguió con sus pesquisas.
—Entre otros negocios, comercializo relojes grandes, de esos que se colocan en las fachadas de los ayuntamientos —precisó desde el quicio de la puerta—. Ya que estoy aquí… ¿Dónde puedo ver al alcalde? Aprovecharé para enseñarle un catálogo.
—Pues mire, sí. Buena idea, porque el reloj de la plaza hace tiempo que no funciona.  Le puede encontrar en el puerto, en una cetárea  que tiene allí, es la única que hay.  Es joven para ser alcalde, pero lo es. Dígale que va usted de mi parte.
El forastero agradeció mis explicaciones y se fue. Poco después me relevó un primo, y también me fui.
* * *
Al día siguiente, cuando bajó el señor Cantollano de la habitación, le pregunté por el coche; dijo que, según noticias de la tarde anterior, no se lo podían arreglar. No le vi contrariado. Desayunó, y antes de irse me deseó un buen día. Llevaba vestimenta distinta, y sobre su hombro, no recuerdo si el derecho o el izquierdo, la misma mochila que el día anterior.
Volvió a la hora de comer con el alcalde, el secretario municipal y otro caballero con traje, a quien alguien identificó como delegado de Urbanismo. Me sorprendió que don Manuel llegara sin mochila; muy raro, después de verle siempre con ella.
Disfrutaron hasta chuparse los dedos con nuestro pote marinero. Reían y conversaban con fluidez, como si se conocieran de toda la vida. Yo había entrado por detrás en la bodega, un cuarto contiguo al reservado que ocupaban. Desde la penumbra veía todo a través de la cortina, muy transparente, colgada en la puerta que comunicaba las dos estancias. Sus gestos furtivos y las miradas vigilantes movieron mi curiosidad.
Antes de los postres, se presentaron dos señores con bata blanca en un cochazo a estrenar, de la mejor marca de entonces. Explicaron a don Manuel un par de cosas, él firmó unos papeles y le dieron las llaves: «el coche es suyo», dijeron. Luego le entregaron tres estuches más, iguales, y sendas carpetas. Se me puso el vello de punta, pero mi asombro creció al advertir que el señor Cantollano tomó los otros llavines y fue él quien, en esa ocasión, pronunció lo de «el coche es suyo»,  dirigiéndose al secretario, al alcalde y al delegado territorial.
—Los vehículos, ya matriculados, están a su disposición en el concesionario, ahí tienen ustedes la dirección. He preferido hacerlo así para evitar chismorreos —justificó don Manuel, bajando el tono de voz y mirándoles de reojo.
Consideré lo visto como una perversión. Se lo conté a mi padre con sigilo. Él insistió en que lo mantuviera en secreto, ya que podría causar problemas a aquellos desaprensivos y de paso a nosotros mismos.
Le hice caso, pero eso no me impidió que estuviera atento para ver cómo eran los coches del secretario y del alcalde. Nunca los llevaron al pueblo en el tiempo que siguieron allí. El alcalde, a los pocos meses, con motivo de no sé qué elecciones, dejó la alcaldía y se enchufó en las oficinas del partido. No le volvimos a ver. El secretario también se fue; salía en la tele de cuando en cuando, como miembro de una comisión ejecutiva, de esas raras que había.
*  *  * 
Ya ha transcurrido casi medio siglo, pero aún siento el dolor de tanto escarnio. Los viveros del alcalde y varios cientos de metros arriba y abajo se convirtieron en un embarcadero deportivo, con motoras y yates de lujo. Nuestro entorno cambió los colores naturales por los permanentes grises y negros de hormigones y asfaltos. Cabosegar, el pueblo donde nací, fue borrado del mapa. Quedó bajo la sombra de rascacielos de doce, catorce, diecisiete plantas. Nuestro hotelito, con sus patios y toda la superficie colindante, se convirtió en un complejo turístico monstruoso. Hicieron un nuevo Ayuntamiento. El viejo consistorio, declarado edificio protegido, fue lo único que se libró de la destrucción. Allí sigue, igual, con el reloj parado de siempre.
Entre tanto cemento, se olvidaron de reservar espacios para parques y jardines. Se secaron pozos y humedales, y los ríos quedaron despoblados de truchas y salmones. Todo esquilmado, vacío, lleno de progreso desolador, sin identidad. No quedó ni una parcela sin construir. ¡Nada! Ni siquiera para hacer una cárcel donde merecieron pudrirse el señor Cantollano y sus secuaces. Ellos me sacaron de mi casa con la fuerza del dinero, condenándome a no vivir para, ya viejo, morir sin dignidad.  
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martes, 5 de abril de 2016

AMARILLO, MANTECOSO, SUAVE

El queso estaba de vicio...

Las casas del pueblo de Pepote eran de adobe. Allí creció con sus padres, y jugó en las calles y plazas sin asfaltar, entre gallinas y travesuras infantiles. Cuando terminó la Enseñanza Media, un tío suyo le colocó en un quiosco de la capital. Se matriculó en una academia, en el turno de tarde, y dos años después consiguió un puesto fijo en la Administración.  
Aunque la esponja del tiempo borró muchas imágenes de su memoria, recordaba con viveza los baños en las acequias, la fragancia de la albahaca, la melosidad de las brevas y el escozor de las ortigas.  Aparte de eso, la leche en polvo y  el queso amarillo que daban en la escuela marcaban de forma indeleble sus añoranzas.
A pocos años de la jubilación, Pepote seguía contando que, cuando niño, aquella leche llena de grumos le asqueaba; era tan distinta a la de Lucerita, la vaca del alcalde, que sin saber por qué le hacía pensar en la maestra de las chicas: mayor, fondona, con los pechos hasta la cintura. No, nunca la probó. Sin embargo, repetía hasta ponerse pesado que el queso estaba de vicio. Muy a su pesar, por más que lo intentó, desde que salió de la escuela no lo volvió a probar. Eso sí, cada vez que le venía a la mente paladeaba con fruición, como si lo estuviera comiendo: mantecoso, intenso y suave, compacto pero blando... «¡Riquísimo, riquísimo!», recalcaba con gestos de placer.
          Si bien no se sentía mayor, llevaba una temporada que, según él, «no daba pie con bola». Fue al médico. Después de varias pruebas, le dieron la baja temporal. Libre de obligaciones y quitando importancia a sus desatinos, se dedicó sin descanso a la búsqueda de aquel queso. En cualquier población donde veía una tienda de barrio o un hipermercado, allí preguntaba.
           La respuesta siempre era la misma:
           —No, lo siento. Tenemos quesos de todas las clases, pero ese amarillo y mantecoso ya no se ve. Es muy difícil que lo encuentre.
          Lo más que añadían algunos entendidos era que ese lácteo, elaborado con leche de oveja coloreada con sustancias muy especiales, estaba catalogado como americano.
Con tanto indagar, Pepote acabó haciéndose un experto en quesos. Encontrarlos fue una batalla perdida, pero no se rindió.  Harto de explicaciones y de navegar por las pantallas publicitarias de multitud de proveedores, decidió darse satisfacción con sus propios medios.
«Si aquel requesón ambarino era de oveja, buscaré ovinas donde sea. Yo mismo haré quesos amarillos y mantecosos», se dijo convencido.
Aprovechando que no trabajaba, y a pesar de las rarezas que todos veían en él, se fue a las dehesas próximas. Recorrió prados y collados para tratar con mayorales y pastores. Sin confiar a nadie sus propósitos, compró  una manada de merinas en plena producción, y alquiló para ellas una nave en la zona industrial de la ciudad.
Allí cuidó al rebaño con la esperanza de conseguir leche suficiente para elaborar el queso que conservaba fresco en su imaginación. Con ese fin, todos los días daba a sus animales zanahorias, boniatos, paella con mucho colorante y algún forraje, para almorzar; y botones de margaritas y harina de maíz con salsa de mostaza, para cenar. Además las tiñó, desde el hocico hasta el rabo, con un mejunje que hizo mezclando agua oxigenada y azafrán.
Después de varias semanas, las ovejas perdieron caudal en el ordeño y su leche era tan blanca como el primer día; se quedaron en los huesos, no tenían fuerza ni para levantarse y, por si fuese poco, estaban infectadas de sarna, incluso hubo algunas bajas.
Aunque el aspirante a quesero tardó en reaccionar, acabó llamando al veterinario. Este puso el desastre en manos de la Sociedad Protectora de Animales, que actuó según sus protocolos.  El primero en recibir tratamiento fue Pepote. En la consulta del especialista echó la culpa de su fracaso a las borregas, y así constó en la ficha de ingreso hospitalario. No quiso admitir que fuese consecuencia de su enfermedad, diagnosticada tiempo atrás como «trastornos psicóticos», o algo así, que poco a poco hicieron que su comportamiento fuese cada vez más irracional.  
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sábado, 5 de marzo de 2016

TODO ESTÁ ESCRITO (*)

El castillo que heredaron Alfonso y Cristina

Era la tarde de un jueves de otoño. En el metro de Príncipe Pío, una chica de unos treinta años se dirigió a un hombre, joven también, que bajaba canturreando por las escaleras mecánicas.
—Perdona, ¿sabes dónde tengo que coger la Línea Diez? Voy a Tribunal.  Es que con las obras estoy despistada.
—Es por aquí. Yo voy en la misma dirección, si quieres vamos juntos.
—Vale.
Cuando esperaban en el andén, se miraron con discreción. Ella vestía camisa con el anagrama de una empresa de conservación integral de edificios. Él portaba una bolsa de plástico, transparente, con una paleta, una regla, una plomada y otros útiles de trabajo.     
La chica vio que el joven llevaba en el cuello el trozo de una medalla cortada en quiebros, simulando los picos de una sierra. Parecía una media luna. El corazón empezó a latirle con fuerza. 
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Alfonso, ¿y tú?
—Cristina... Oye  —continuó— ¿hace mucho que tienes ese amuleto?
—Sí. Siempre. Me lo pusieron de pequeño y ahí sigue. Mi vieja dice que es bueno que lo lleve. Tonterías suyas, pero en fin...
Llegó el metro que esperaban. Subieron sin muchas apreturas. El vagón estaba casi vacío y se sentaron. 
—Yo tengo un colgante como ese tuyo. ¡Qué casualidad! A mí también me dicen lo mismo, que lo lleve siempre. Míralo. Son iguales. Veamos si casan —dijo la chica desabrochándose la cadena.
—Sí, pero el mío es mate.  El tuyo brilla más y es  más grueso —dijo Alfonso.
—Es que este es una copia. El original lo guarda mi madre.
—Siempre dije que mi amuleto era único, pero mira... Mi vieja siempre está con lo mismo: «lo que falta debe estar en alguna parte» —admitió el chico.
—Mi madre piensa igual. No sé tú, pero yo veo  esto con un cierto aire de misterio, y ahora parece que  se pone interesante  —sentenció Cristina.
—¡Bah! Ñoñeces.  ¿Nunca te han contado cómo llegó a tu poder esa media cosa?
—No. Solo que fue de un antepasado, y que gracias a esto mi vida podría cambiar muchísimo, pero nunca me dicen cómo ni para qué. Buena faltita me hace un cambio, a ver si salgo de la miseria —añadió la chica.
—¡Ah! Pues eso puede tener relación con una charla que oí a mi vieja, hace un par de años. No presté ninguna atención, pero decía a alguien no sé qué de unos papeles y que sería buenísimo que apareciera ya la otra mitad. 
—Si es así de interesante, no entiendo por qué no nos explican todo claramente, ni por qué las madres no se han buscado antes para completar el talismán. Algo tendrán en común —sospechaba Cristina.
—No lo sé. Cuando alguna vez pregunto a la mía, acaba diciéndome que todo está escrito, lo bueno y lo malo; pero eso lo dice siempre que nace uno, muere otro, o toca la lotería a alguien. Tenemos que seguir investigando, si tú no tienes inconveniente.
—Estoy de acuerdo —respondió ella—. Lo primero que tenemos que hacer es recurrir a las madres, que la mía saque el original, luego cotejaremos el mío con el tuyo, y  que nos aclaren este enredo.
No hablaron de otra cosa en el trayecto a Tribunal. Se despidieron y prometieron llamarse cuanto antes para informarse de sus indagaciones.
Los dos contaron en sus casas lo sucedido, y al día siguiente hablaron a la hora del desayuno. Coincidieron en que las madres estaban inquietas. Quedaron en verse los cuatro esa misma tarde, sobre las cinco,  en la Cafetería Merimar, cerca del metro de Argüelles.
Cuando ya estaban los dos jóvenes con las madres en el lugar de la cita, pidieron cafés e infusiones. Sin mucho discurso, la madre de Cristina sacó de un cofrecito el trozo original  que siempre guardó celosamente. Lo unieron a la parte que tenía el chico, y vieron cómo los dos ensamblaban perfectamente.
—Entonces, el ministro y tú... —dijo la madre de Alfonso, dirigiéndose a la de Cristina.
—Pues sí. Igual que tú y el ministro —espetó la madre de la chica, comprobando que los respectivos hijos tenían un lunar en la barbilla.
—Si no os importa, vais a contarnos vuestro secreto. Ahora aparece un ministro del que no sabíamos nada. Empezad por el principio, sin dejaros nada, por favor —pidió Cristina, con firmeza.
—Creo que está todo aclarado, no hay más que hablar. Tampoco sabemos mucho. De lo que sí estamos seguras es de que solo sois dos. Con esta prueba  ya podemos ir  al  notario. Así que, si estáis de acuerdo, ahora mismo...  —la madre del chico fue interrumpida.
—¿Qué vamos a hacer allí? —preguntó la chica.
—Todo está escrito —dijo la madre de Alfonso, y asintió la otra.
El notario los estaba esperando. Le habían llamado las madres antes de salir de casa, por separado, anunciando su posible visita.
—Bueno. Veamos. Siéntense —indicó el notario, que seguidamente cogió las dos piezas que le entregaron. Las miró minuciosamente por las dos caras, con una gran lupa, y comprobó la especificación de algunos troqueles en sus documentos—. Esto encaja. Falta que los peritos lo confirmen, pero eso no será óbice para que yo lea lo que les interesa saber —dijo el fedatario sacando un cuadernillo de folios timbrados.
—Señor notario, es mejor que nos explique con claridad lo que pone en esos papeles. Así no tendrá que leer tanto y acabaremos antes —sugirió Alfonso, un poco asustado con tanta escritura.
—Está bien. Yo se lo explico. El Duque de Valdecollados, propietario de fincas y empresas, falleció hace veintiocho años. Solo tuvo un hijo, don Amadeo Collado Deza. Este, en opinión del finado, cometió pecados tan graves como, con perdón de las damas, dejarse llevar por amoríos pecaminosos, despreocuparse del ducado, practicar corruptelas desenfrenadas y flirtear con la política. Llegó a ministro, como ustedes sabrán, y falleció hace dos años y tres meses. Su señor padre le desheredó y donó todos sus bienes, salvando los legítimos estrictos, a sus nietos;  considerando como tales a aquellos que le fueron presentados a poco de nacer, que no estaban legalmente reconocidos ni, por tanto, constaban en los anales dinásticos. El señor Duque entregó a las respectivas madres porciones de una medalla, las que ustedes me presentan, cuyas características él dejó bien definidas. Firmó que los portadores de dichas credenciales serían los destinatarios de títulos y patrimonios; ahora bastante mermados, por cierto, y carentes de liquidez. Además de lo dicho, el Duque estableció condiciones excluyentes que dicen textualmente: «Los herederos no tendrán derecho a la propiedad hasta el fallecimiento del padre, don Amadeo Collado, y llegado ese momento no podrán enajenar ni segregar el conjunto de la herencia. Este legado quedará desierto si se probara que una de las partes beneficiarias hubiese buscado a la otra valiéndose de anuncios públicos o de cualquier medio de comunicación».
—Y ¿eso por qué? —quiso saber la futura duquesa.
—Pues eso no está escrito, pero hay que interpretar que el señor Duque pretendía que sus nietos se unieran por razones de afectividad, o mera coincidencia, como es el caso, pero nunca por intereses económicos. Las madres de ustedes lo sabían y respetaron tal voluntad.
Satisfecha la curiosidad de la chica continuó el notario, sonriente, mirando por encima de las gafas a sus interlocutores:
—Es un testamento muy peculiar, su clausulado llama la atención, pero eso, más o menos, es lo que dice. Así pues, tan pronto tenga las pruebas de autenticidad oficial y se emitan los edictos pertinentes,  ustedes, distinguidos Alfonso y Cristina, serán de pleno derecho los Duques de Valdecollados, ex aequo  —concluyó el notario.
—Pero oiga, que nosotros no tenemos dinero, ni cultura. ¡Nada! Yo currelo en la construcción y ella es limpiadora de locales y edificios... —aclaró el chico con tono preocupado.
—De lo que ustedes sean o hayan dejado de ser, aquí no dice nada. Así pues mantengo lo dicho —confirmó el notario recogiendo sus papeles.
Los jóvenes salieron de la notaría aturdidos, sin saber qué pensar de todo aquello. Tampoco sabían muy bien qué era un ducado, ni qué podían hacer ellos con semejante suerte.
Poco después, Alfonso se empleaba en el adecentamiento exterior del castillo ducal y sus anexos. Al mismo tiempo Cristina sacudía telarañas, sacaba brillo a los suelos nobles, enceraba los pasamanos de las barandillas y quitaba el polvo de las lámparas.  No sabían que aquellas propiedades, teniendo ya dueños ciertos, iban a ser embargadas si no se liquidaban los impuestos en mora: sobre ellas pesaba una carga por el impago de los arbitrios municipales y fiscales de muchos años.

(*) De la colección inédita Cuentos artesanos
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jueves, 15 de enero de 2015

LOS DOS PADRES

Cuando yo era chico, si me constipaba, mi madre me atizaba un vaso de leche caliente bien cargado de coñac. Al rato desaparecía la tos y dormía como un cesto.  Si me veía desmejorado, no había problema: ella, toda amorosa, seguía al pie de la palabra la recomendación de don Fidelio, el médico: “Hágale al chico un ponche, le vendrá bien”. Dicho y hecho: dos huevos batidos con vino dulce, o quina de cualquier santo,  y el chico, que era yo, se ponía guapísimo y dicharachero.
Si me ponía afónico, igual: gárgaras con aguardiente, y la voz como un tenor. Aquello de las gárgaras tenía su intríngulis, pero tampoco estaba mal. Me ponía delante del espejo para coger el ritmo, y luego, fortalecido el gaznate, me tragaba el fuego y entraba en calor. Con todo aquello me atolondraba un poco, pero después del tratamiento se me pasaba. Cuando no tenía nada, echaba de menos algún dolor de aquellos.
“Por San Andrés —decíamos—, el mosto vino es”. Era época de trasiego. En casi todas las casas había bodega, y al salir de la escuela en cualquiera nos mojaban un mendrugo de pan. Si la sopa se calaba demasiado, o repetíamos, cuando llegaba a casa me decía mi padre “Hay que ver, cada día vienes más torpe de la escuela”.
Aquello de los tintos y los orujos no tenía más consecuencias, y nos lo daban así, como golosina o medicamento, sin necesidad de receta. Por eso, cuando me hice grande y salía de marcha, me daba mucha rabia que me repitieran siempre aquello de “Cuidadito con beber, a ver si te vas a emborrachar”. Incomprensible. ¿Si las bebidas eran tan malas, por qué me las dieron de pequeño para curarme? Me encorajinaban aquellas contradicciones. No lo entendía. Con el tiempo, ya mozalbete, descubrí la verdad.
Una noche fría, próxima a Nochebuena,  llegué a casa a eso de las dos o las tres de la madrugada, cuando nos echaron los serenos de la plaza, después de haber cargado en todos los bares del pueblo. Mis padres ya estaban bien acostados. Mi padre, aún despierto, me mandó que le llevara el botijo a la cama. “Anda que estará buena el agua”, me dije. Se movía todo. Sujeté la cantarera, cogí la vasija con mucho cuidado, y con mucho cuidado para que él me viera normal, crucé la sala haciendo equilibrios. Entré en la alcoba y... ¡qué susto! Vi la cama a la derecha; siempre había estado a la izquierda, según se entra. A pesar del sobresalto, y según estaba yo, no lo di mucha importancia. Pensé que la habrían cambiado cuando enjalbegaron la última vez, o que la frialdad del botijo hace que de noche las cosas se vean de otra manera.
—¿Me vas a dar el jodío botijo o no? —me preguntó con voz recia.
—Sí, padre, ya voy —contesté con mucha cautela, casi con temor, mirando a un sitio y a otro, sin saber muy bien dónde ir.
—Pero quieres dejar de mirarte lo guapo que eres. ¡Vaya horas de presumir! Dame ya el agua, hombre. Como se despierte tu madre, la vamos a tener —refunfuñó tragándose las palabras.
—Sí, padre, tenga —dije, yendo derecho hacia él.
Bueno, creo que no acabé de decirlo. En ese momento dejé de ver a mi padre y oí un estruendo de cristales rotos que se me cayeron encima, a la vez que el botijo se hizo añicos, convirtiendo todo en un mar de espejos llenos de confusión.
Creo que fue en ese momento cuando perdí el poco conocimiento que se tiene a esas horas. Vomité todo, desde el primer enjuague hasta el último cubata. De eso me enteré al día siguiente, cuando desperté con la boca seca y mucho dolor de estómago. Todo daba vueltas. Mi madre se asustó mucho. Mi padre no dejaba de sermonear: “Que los hombres tienen que saber beber, que la cabeza está para algo…”. Buena tenía yo mi cabeza. Luego empecé a comprender, pero poco. Bastante era digerir el empacho de los dos padres que vi la noche anterior: uno acostado normal, a la izquierda, con mi madre, como siempre; y otro zurdo, el que estaba a la derecha, mirándome, según descubrí después, desde la luna del armario, que luego desapareció.
Aquello no tuvo nada que ver con los efectos secundarios de los remedios caseros de la infancia. Nunca olvidaré la curda de marras. Ya han pasado muchos años, y cada vez que me pongo frente a un espejo, el del otro lado no quiere ni verme. Y eso que, desde aquel día, el alcohol, ni olerlo. Sólo alguna copeja cuando tengo anginas o carraspera, o si hay que brindar.
oooOOOooo 


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