martes, 12 de diciembre de 2017

NICOLÁS



Una calle del pueblo de Nicolás
Nicolás llevaba en la capital sólo dos semanas. Se crió sin madre; y su padre, pastor del concejo, había fallecido aquel verano víctima de la fuerza de un rayo. Como el chico quedó solo en el caserío, se hicieron cargo de él unos familiares lejanos, de la capital. Prometieron que no le faltaría de nada.  El compromiso quedó bien cumplido: Nicolás tenía techo donde dormir, comida, ropa, estudios, una familia... Y más.  ¡Mucho más! Tanto, que no podía con todo.
La tarde de San Clemente, una tarde gris, como otra cualquiera, quedó grabada para siempre en su memoria.  Nicolás parecía liberado después de las clases del Instituto. Pero no. La jornada seguía para él. Debía ir a casa, merendar y recibir la retahíla de las ocupaciones más urgentes.  Esa tarde, sin que nadie le brindara ninguna atención, ni doméstica ni sentimental, le dijeron que lo primero  era ir a la bodega, propiedad de la familia, para limpiar y colocar la trastienda. Allí, sobre unas cajas de licores, habían improvisado un camastro para que el muchacho durmiera con Tobías.
Cuando llegó ya le estaba esperando su tío, malhumorado porque, según él, llegaba tarde.  El chico barrió y fregó por dentro y por fuera del mostrador, recogió la basura y la llevó a los contenedores. Sin recuperar el resuello, recogió todos los cascos vacíos, los seleccionó por marcas y contenidos y los colocó en sus correspondientes cajas, para que al día siguiente, a primera hora, se las llevaran los distribuidores. Cuando ya se iba corriendo, camino del supermercado donde le habían contratado para repartir los pedidos a domicilio, fue requerido para que  ayudara a rellenar  unas botellas con restos de vino que ya olían a picado. Y después...
—Venga, vete ya. Despabila que llegas tarde. Y ya sabes, cuando termines te vas a casa, cenas y, sin distraerte, vuelves aquí cuanto antes, por si  tienes que hacerme algún recado —ordenó el tío. 
Nicolás no hablaba, sólo obedecía.
Salió a toda prisa. No había merendado y sólo le dio tiempo a coger, a escondidas, unos recortes de tocino añejo y unos trozos de magdalenas que se habían roto en el almacén. Tenía hambre, pero se había hecho tarde y no era cosa de demorarse más. Ya comería algo luego, entre reparto y reparto.
           El encargado del súper, un flaco estirado que parecía el dueño de todo, de esos que fuerzan la sonrisa hasta que se les nota, también increpó al chico por su tardanza.
—¿Se puede saber dónde te has metido? Ponte las pilas porque hoy se te ha amontonado el trabajo, y tienes que correr porque, si vas muy tarde, las señoras se molestan, ¡con razón! Y cuando hayas terminado con el último servicio, no te olvides de dejarme en el buzón los justificantes de las entregas. ¡Así que venga, chico, a rendir!
Nicolás, cansado y compungido por tanta tarea, no decía nada. No tenía tiempo ni para rechistar. Nadie reparaba en sus esfuerzos.  Sólo Tobías, de vez en cuando, se acercaba a él o le acompañaba, pero tampoco le ofrecía mucha ayuda.
El mozo fue llevando los pedidos uno a uno, desde la tienda al domicilio de los clientes. Ahora a un tercer piso. Luego a un quinto; el siguiente, a un cuarto, éste sin ascensor. Así hasta cinco. Nunca recibía gestos amables, pero regañinas siempre sobraban: porque el género iba revuelto, porque éste o aquel artículo no eran como los habían pedido, porque la bebida iba caliente, porque llegaba tarde... Siempre había motivos para quejas, que el pobre Nicolás intentaba eludir como podía, y podía bien poco. Nadie daba propina; así eran las condiciones, un pequeño recargo sin gajes ni más gastos. Lo que el chico ganara él no lo sabía, era un trato entre el jefe del supermercado y su tío. Ellos se  entendían.
Cuando terminó, dejó en el buzón los recibos de los repartos, se fue a casa de los parientes, mal cenó y, corriendo como siempre, ya noche cerrada, se presentó en la bodega y se puso a las órdenes del tío. Nicolás respiraba confiado porque, por mucho tajo que le encomendaran, siendo ya tan tarde como era, poco podría ser. Pero no, por más ganas que tuviera el zagal, el fin nunca llegaba. El amo se fue a casa, pero él tuvo que acabar una lista de encargos antes de acostarse: limpiar cristales, trasvasar, reponer, ordenar, hacer los deberes... Por fin llegó la hora, pero, a pesar del cansancio, debió dormir poco Nicolás aquella noche.
A la mañana siguiente, todo parecía amanecido al revés. Nicolás no daba señales de vida. Los repartidores esperaban enfadados, sin que sus llamadas tuvieran respuesta. Y, lo peor,  los municipales buscaban al dueño del establecimiento para que se hiciera cargo de Tobías, que estaba retenido en el puesto de la estación desde la madrugada. Cuando el dueño llegó al cuartelillo encontró al pobre animal triste, como una persona deprimida; ni ladraba, ni movía la cola, ni nada; sólo levantaba la cabeza para que le cogieran del collar una nota escrita con la letra de Nicolás:
Me voy en el tren hasta el puerto, allí tomaré un barco que me lleve a cualquier sitio, aunque sea a las Américas. Escribiré. Adiós”.
El destino de Nicolás pudo ser una singladura sin fin. O quizá no. Quién sabe. Nunca escribió ni volvió para contarlo.
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NOTA: De mi libro "Leña y papel y otros cuentos"   

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2 comentarios:

ALMA DE MUJER. Amiga del SER. dijo...

Buena determinación la de Nicolás. Quien quiera criado, que lo pague.
Me ha encantado leer su historia. ¡Qué bien escribes, Alejandro. Te felicito.

Alejandro Pérez García dijo...

Gracias, amiga. Tu Alma de Mujer te lleva a la sensibilidad y a la interpretación generosa de esta historia, ficticia pero posible.
Desde aquí recomiendo tu blog, convencido de que los visitantes disfrutarán del color de tus palabras y del discurso de tus imágenes. Besos.