Sin saber por qué, me vi en urgencias atendido por un doctor que
yo no conocía. Él tampoco sabía nada de mí. Por no saber, no supo ni qué hacer
conmigo. Nadie le explicó mis males. Yo, tan trastornado como estaba, no podía
ni quejarme. Según me dijeron, contaba
una aventura muy vaga que hizo reír a todos. A mí, la verdad, aquello no me
hacía ninguna gracia.
Ahora lo recuerdo mejor, sí. Empezó el día de San Isidro, cuando
la mañana iba clareando. La sala de la
pensión estaba tranquila y el sol me acariciaba cordial, como si quisiera premiarme el esfuerzo de
convertir mis desvaríos en unos renglones bien puestos, con algo que decir. Lo
había conseguido. Sólo tenía que modelar
la trama y seleccionar las palabras para contar lo que quería. Ese era y es mi
trabajo, escribir. Sin esa actividad mi
espíritu se muere y mi físico
languidece.
Yo estaba satisfecho. El proyecto
de mi cuento y el figurado
confort de la estancia componían una simbiosis que no siempre se logra. Aquel
día, sí. Pero la magia se deshizo cuando doña Asunción, la patrona, tan pesada
como carente de sensibilidad, entró en mi fantasía devolviéndome a la realidad
del mundo con instancias domésticas.
—Buenos días, don Manuel. No sabía que estaba usté aquí. Pues me
viene de perlas. Tengo que doblar una colada de sábanas, sacudir unas mantas,
cepillar las alfombras del salón y...
—No me distraiga, por favor. Estoy
cuajando un cuento que tengo que entregar el martes y no me puedo
entretener.
—¡Ande! Si no tardaremos ná. Total, pa las boberías que pondrá
usté. ¡Habrá que verlas!
Me cogió en un momento tonto y acepté. Bueno, lo hice porque la precariedad de mi economía me obligaba a
vivir de fiado más de un mes. El ama lo sabía bien y se aprovechaba de ello. No
podía negarme. Confieso que me deleitaba el olor a jardín de las sábanas recién
lavadas pero, ¡mecachis!, cada doblez se llevaba algo de mí. Me dediqué tanto a
aspirar la fragancia de lo que yo imaginaba
capullos reventones, que mis fundamentos, todavía en flor, empezaron a marchitarse. Las cenefas de los
embozos, rúbricas de sueños
bordados, también ayudaron a que creciera la página de los
olvidos.
Cada vez me veía más necesitado de urdimbres literarias. Aquellas
sábanas, testigos de ilusiones y de
amores prohibidos, se tornaron para mí en una amarga pesadilla, en un
triquitraque que arruinó el final de mi relato, del que sólo tenía anotados los
comienzos de un principio sin continuidad. ¡Quién me mandaría a mí...! Por qué no iría yo aquella mañana a un parque, o a un bar; o al ambulatorio,
directamente.
—¡Hala!, don Manuel. Vamos con las mantas, que ya nos queda menos.
—Cómo abusa usted, doña Asun...
—Pero hombre, si en un santiamén hemos terminao —me animó la
dueña, sebosa como una nutria y bigotuda como el sargento de los retratos.
Seguimos con las mantas. En cada sacudida se me iba parte de los
pocos estímulos creativos que me dejaron las sábanas. Con los estruendos de los
manteos y las nubes del polvillo
liberado, notaba en mis entrañas una debilidad que me pellizcaba, primero, y me
mordía, después. Me miré por dentro y vi que las pocas raíces de los
pensamientos mañaneros, con los que pretendía una textura lucida, se secaron
todas con el cepellón del intelecto. Me quedé sin argumentos con los que
construir algo atractivo. Notaba, a cada segundo, cómo iba enfermando. Siempre me ocurre, pero nunca
me puse tan grave, ni me dio por desvariar así.
Perdí la inspiración y con ella el vigor de sus hechizos. Es lo peor que
le puede pasar a un escritor. Me enojé.
Como espantado, sin juicio, salí corriendo. Doña Asunción, que no entendía
nada, confundió mi ataque de locura con una simple rabieta. Mejor así.
—Don Manuel, don Manuel. ¡Por Dios! —intentó salir detrás de mí,
pero ya estaba yo en los rellanos del bajo.
Llevaba los ánimos tan rotos que se me iban por los agujeros las
ganas de vivir. Me quedé como una estación sin trenes, como una comida sin sal,
como una nodriza sin leche, como una novia sin pasión.
Pero no sería aquello lo peor. Lo peor era que, sin nada escrito,
no podía presentarme en la tertulia de los lunes, ni ir a la partida de mus de
los miércoles ni a la comida que, desde hacía años, celebraba todos los viernes
con los amigos del oficio. El silencio de los admiradores alimentaría más el
hambre de mis vanidades. No, aquello no podía ser. Tenía que llenar de actividad los huecos vacíos.
Busqué razones que sustentaran mis
vidas, algo que me quitara las telarañas
de mis bandullos y me permitiera exhibir, garboso como siempre, mi aspecto de
genio maduro, aunque mi cara delatara el consumo de caldos peleones.
Tan preocupado por preñarme y parir la línea premonitoria de unos
párrafos definitivos, huí de quienes esperaban leer mis textos. Me ausenté de
mí y, buscando alimento para un guion,
me olvidé de la necesidad de comer. Protagonista de un monólogo callado,
esperanzado en servirme de las apreciaciones ajenas, me dediqué a la caza de
historias prestadas.
No sé cuántos días deambulé por las colas de autobuses y cines,
por las tascas de barrio y por los rincones donde hacían sus tratos las
meretrices callejeras. Desmadejado y privado de
conciencia, sin nada que llevarme
a la boca y con muy poco material para la pluma, llegué solo a las urgencias de marras.
Aquí estoy. Cuando salga volveré a la pensión y me reconciliaré
con doña Asun. Ella sí sabrá qué hacer conmigo: lo primero, cepillar las
alfombras del salón para acabar con la faena. De paso, hasta podré encontrar
sobre las viejas esteras aquellas ideas, bien dobladas y sacudidas, que me
limpiaron las sábanas y las mantas. ¡Qué irreverentes!
(*) De mi libro "Leña y papel y otros cuentos"
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5 comentarios:
Una vez me dijo un profesor, especialista en narrativa, "En un cuento siempre ha de pasar algo". Aquí pasa mucho, pero mucho, ¡eh! Fenomenal. Saludos. Luisma.
Muchas gracias, Luisma, por tu lectura y comentario. Efectivamente, en un cuento, para que se considere como tal, siempre ha de pasar algo. Eso algo, bien lo sabes tú, es lo que llamamos conflicto, al que ha de enfrentarse el protagonista. Al final saldrá victorioso y asumirá el fracaso. Un abrazo, amigo.
Muchas gracias, Luisma, por tu lectura y comentario. Efectivamente, en un cuento, para que se considere como tal, siempre ha de pasar algo. Eso algo, bien lo sabes tú, es lo que llamamos conflicto, al que ha de enfrentarse el protagonista. Al final saldrá victorioso y asumirá el fracaso. Un abrazo, amigo.
Ha sido un verdadero placer pasear por tus líneas tan bien definidas y acompañar al protagonista del cuento en sus tribulaciones. El escritor necesita silencio para atender su inspiración y a pesar de las interrupciones sale airoso cuando es un verdader escritor como tú.
Dely.
Perdóname, Dely. No había visto la belleza de tu huella por este camino tan poco transitado. No sabes cuánto agradezco tu visita. ¡Muchísimo! Y muchísimo también tus palabras tras haber leído este cuento. Siendo tú una narradora de lujo, tu comentario es para mí un premio especial. Gracias, muchas gracias. Un fuerte abrazo.
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