Cuando yo era
chico, si me constipaba, mi madre me atizaba un vaso de leche caliente bien
cargado de coñac. Al rato desaparecía la tos y dormía como un cesto. Si me veía desmejorado, no había problema:
ella, toda amorosa, seguía al pie de la palabra la recomendación de don
Fidelio, el médico: “Hágale al chico un ponche, le vendrá bien”. Dicho y hecho:
dos huevos batidos con vino dulce, o quina de cualquier santo, y el chico, que era yo, se ponía guapísimo y
dicharachero.
Si me ponía
afónico, igual: gárgaras con aguardiente, y la voz como un tenor. Aquello de
las gárgaras tenía su intríngulis, pero tampoco estaba mal. Me ponía delante
del espejo para coger el ritmo, y luego, fortalecido el gaznate, me tragaba el
fuego y entraba en calor. Con todo aquello me atolondraba un poco, pero después
del tratamiento se me pasaba. Cuando no tenía nada, echaba de menos algún dolor
de aquellos.
“Por San
Andrés —decíamos—, el mosto vino es”. Era época de trasiego. En casi todas las
casas había bodega, y al salir de la escuela en cualquiera nos mojaban un
mendrugo de pan. Si la sopa se calaba demasiado, o repetíamos, cuando llegaba a
casa me decía mi padre “Hay que ver, cada día vienes más torpe de la escuela”.
Aquello de los
tintos y los orujos no tenía más consecuencias, y nos lo daban así, como
golosina o medicamento, sin necesidad de receta. Por eso, cuando me hice grande
y salía de marcha, me daba mucha rabia que me repitieran siempre aquello de
“Cuidadito con beber, a ver si te vas a emborrachar”. Incomprensible. ¿Si las
bebidas eran tan malas, por qué me las dieron de pequeño para curarme? Me
encorajinaban aquellas contradicciones. No lo entendía. Con el tiempo, ya
mozalbete, descubrí la verdad.
Una noche fría,
próxima a Nochebuena, llegué a casa a
eso de las dos o las tres de la madrugada, cuando nos echaron los serenos de la
plaza, después de haber cargado en todos los bares del pueblo. Mis padres ya
estaban bien acostados. Mi padre, aún despierto, me mandó que le llevara el
botijo a la cama. “Anda que estará buena el agua”, me dije. Se movía todo.
Sujeté la cantarera, cogí la vasija con mucho cuidado, y con mucho cuidado para
que él me viera normal, crucé la sala haciendo equilibrios. Entré en la alcoba
y... ¡qué susto! Vi la cama a la derecha; siempre había estado a la izquierda,
según se entra. A pesar del sobresalto, y según estaba yo, no lo di mucha
importancia. Pensé que la habrían cambiado cuando enjalbegaron la última vez, o
que la frialdad del botijo hace que de noche las cosas se vean de otra manera.
—¿Me vas a dar
el jodío botijo o no? —me preguntó con voz recia.
—Sí, padre, ya
voy —contesté con mucha cautela, casi con temor, mirando a un sitio y a otro,
sin saber muy bien dónde ir.
—Pero quieres
dejar de mirarte lo guapo que eres. ¡Vaya horas de presumir! Dame ya el agua,
hombre. Como se despierte tu madre, la vamos a tener —refunfuñó tragándose las
palabras.
—Sí, padre,
tenga —dije, yendo derecho hacia él.
Bueno, creo
que no acabé de decirlo. En ese momento dejé de ver a mi padre y oí un
estruendo de cristales rotos que se me cayeron encima, a la vez que el botijo
se hizo añicos, convirtiendo todo en un mar de espejos llenos de confusión.
Creo que fue
en ese momento cuando perdí el poco conocimiento que se tiene a esas horas.
Vomité todo, desde el primer enjuague hasta el último cubata. De eso me enteré
al día siguiente, cuando desperté con la boca seca y mucho dolor de estómago.
Todo daba vueltas. Mi madre se asustó mucho. Mi padre no dejaba de sermonear:
“Que los hombres tienen que saber beber, que la cabeza está para algo…”. Buena
tenía yo mi cabeza. Luego empecé a comprender, pero poco. Bastante era digerir
el empacho de los dos padres que vi la noche anterior: uno acostado normal, a
la izquierda, con mi madre, como siempre; y otro zurdo, el que estaba a la
derecha, mirándome, según descubrí después, desde la luna del armario, que
luego desapareció.
Aquello no
tuvo nada que ver con los efectos secundarios de los remedios caseros de la
infancia. Nunca olvidaré la curda de marras. Ya han pasado muchos años, y cada
vez que me pongo frente a un espejo, el del otro lado no quiere ni verme. Y eso
que, desde aquel día, el alcohol, ni olerlo. Sólo alguna copeja cuando tengo
anginas o carraspera, o si hay que brindar.
Te invito a leer: una REFLEXIÓN y UNA RESEÑA EDITORIAL (Pincha en lo gris)