El castillo que heredaron Alfonso y Cristina
Era la tarde de un jueves de
otoño. En el metro de Príncipe Pío, una chica de unos treinta años se dirigió a
un hombre, joven también, que bajaba canturreando por las escaleras mecánicas.
—Perdona, ¿sabes dónde tengo
que coger la Línea Diez ?
Voy a Tribunal. Es que con las obras
estoy despistada.
—Es por aquí. Yo voy en la
misma dirección, si quieres vamos juntos.
—Vale.
Cuando esperaban en el
andén, se miraron con discreción. Ella vestía camisa con el anagrama de una
empresa de conservación integral de edificios. Él portaba una bolsa de
plástico, transparente, con una paleta, una regla, una plomada y otros útiles
de trabajo.
La chica vio que el joven
llevaba en el cuello el trozo de una medalla cortada en quiebros, simulando los
picos de una sierra. Parecía una media luna. El corazón empezó a latirle con
fuerza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó
ella.
—Alfonso, ¿y tú?
—Cristina... Oye —continuó— ¿hace mucho que tienes ese
amuleto?
—Sí. Siempre. Me lo pusieron
de pequeño y ahí sigue. Mi vieja dice que es bueno que lo lleve. Tonterías
suyas, pero en fin...
Llegó el metro que
esperaban. Subieron sin muchas apreturas. El vagón estaba casi vacío y se
sentaron.
—Yo tengo un colgante como
ese tuyo. ¡Qué casualidad! A mí también me dicen lo mismo, que lo lleve
siempre. Míralo. Son iguales. Veamos si casan —dijo la chica desabrochándose la
cadena.
—Sí, pero el mío es
mate. El tuyo brilla más y es más grueso —dijo Alfonso.
—Es que este es una copia.
El original lo guarda mi madre.
—Siempre dije que mi amuleto
era único, pero mira... Mi vieja siempre está con lo mismo: «lo que falta debe
estar en alguna parte» —admitió el chico.
—Mi madre piensa igual. No
sé tú, pero yo veo esto con un cierto
aire de misterio, y ahora parece que se
pone interesante —sentenció Cristina.
—¡Bah! Ñoñeces. ¿Nunca te han contado cómo llegó a tu poder
esa media cosa?
—No. Solo que fue de un
antepasado, y que gracias a esto mi vida podría cambiar muchísimo, pero nunca
me dicen cómo ni para qué. Buena faltita me hace un cambio, a ver si salgo de
la miseria —añadió la chica.
—¡Ah! Pues eso puede tener
relación con una charla que oí a mi vieja, hace un par de años. No presté
ninguna atención, pero decía a alguien no sé qué de unos papeles y que sería
buenísimo que apareciera ya la otra mitad.
—Si es así de interesante,
no entiendo por qué no nos explican todo claramente, ni por qué las madres no
se han buscado antes para completar el talismán. Algo tendrán en común
—sospechaba Cristina.
—No lo sé. Cuando alguna vez
pregunto a la mía, acaba diciéndome que todo está escrito, lo bueno y lo malo;
pero eso lo dice siempre que nace uno, muere otro, o toca la lotería a alguien.
Tenemos que seguir investigando, si tú no tienes inconveniente.
—Estoy de acuerdo —respondió
ella—. Lo primero que tenemos que hacer es recurrir a las madres, que la mía
saque el original, luego cotejaremos el mío con el tuyo, y que nos aclaren este enredo.
No hablaron de otra cosa en
el trayecto a Tribunal. Se despidieron y prometieron llamarse cuanto antes para
informarse de sus indagaciones.
Los dos contaron en sus
casas lo sucedido, y al día siguiente hablaron a la hora del desayuno.
Coincidieron en que las madres estaban inquietas. Quedaron en verse los cuatro
esa misma tarde, sobre las cinco, en la Cafetería Merimar ,
cerca del metro de Argüelles.
Cuando ya estaban los dos
jóvenes con las madres en el lugar de la cita, pidieron cafés e infusiones. Sin
mucho discurso, la madre de Cristina sacó de un cofrecito el trozo
original que siempre guardó celosamente.
Lo unieron a la parte que tenía el chico, y vieron cómo los dos ensamblaban
perfectamente.
—Entonces, el ministro y
tú... —dijo la madre de Alfonso, dirigiéndose a la de Cristina.
—Pues sí. Igual que tú y el
ministro —espetó la madre de la chica, comprobando que los respectivos hijos
tenían un lunar en la barbilla.
—Si no os importa, vais a
contarnos vuestro secreto. Ahora aparece un ministro del que no sabíamos nada.
Empezad por el principio, sin dejaros nada, por favor —pidió Cristina, con firmeza.
—Creo que está todo
aclarado, no hay más que hablar. Tampoco sabemos mucho. De lo que sí estamos
seguras es de que solo sois dos. Con esta prueba ya podemos ir
al notario. Así que, si estáis de
acuerdo, ahora mismo... —la madre del
chico fue interrumpida.
—¿Qué vamos a hacer allí?
—preguntó la chica.
—Todo está escrito —dijo la
madre de Alfonso, y asintió la otra.
El notario los estaba
esperando. Le habían llamado las madres antes de salir de casa, por separado,
anunciando su posible visita.
—Bueno. Veamos. Siéntense
—indicó el notario, que seguidamente cogió las dos piezas que le entregaron.
Las miró minuciosamente por las dos caras, con una gran lupa, y comprobó la
especificación de algunos troqueles en sus documentos—. Esto encaja. Falta que los
peritos lo confirmen, pero eso no será óbice para que yo lea lo que les
interesa saber —dijo el fedatario sacando un cuadernillo de folios timbrados.
—Señor notario, es mejor que
nos explique con claridad lo que pone en esos papeles. Así no tendrá que leer
tanto y acabaremos antes —sugirió Alfonso, un poco asustado con tanta
escritura.
—Está bien. Yo se lo
explico. El Duque de Valdecollados, propietario de fincas y empresas, falleció
hace veintiocho años. Solo tuvo un hijo, don Amadeo Collado Deza. Este, en
opinión del finado, cometió pecados tan graves como, con perdón de las damas,
dejarse llevar por amoríos pecaminosos, despreocuparse del ducado, practicar
corruptelas desenfrenadas y flirtear con la política. Llegó a ministro, como
ustedes sabrán, y falleció hace dos años y tres meses. Su señor padre le
desheredó y donó todos sus bienes, salvando los legítimos estrictos, a sus
nietos; considerando como tales a
aquellos que le fueron presentados a poco de nacer, que no estaban legalmente
reconocidos ni, por tanto, constaban en los anales dinásticos. El señor Duque
entregó a las respectivas madres porciones de una medalla, las que ustedes me
presentan, cuyas características él dejó bien definidas. Firmó que los
portadores de dichas credenciales serían los destinatarios de títulos y
patrimonios; ahora bastante mermados, por cierto, y carentes de liquidez.
Además de lo dicho, el Duque estableció condiciones excluyentes que dicen
textualmente: «Los herederos no tendrán derecho a la propiedad hasta el fallecimiento
del padre, don Amadeo Collado, y llegado ese momento no podrán enajenar ni
segregar el conjunto de la herencia. Este legado quedará desierto si se probara
que una de las partes beneficiarias hubiese buscado a la otra valiéndose de
anuncios públicos o de cualquier medio de comunicación».
—Y ¿eso por qué? —quiso
saber la futura duquesa.
—Pues eso no está escrito,
pero hay que interpretar que el señor Duque pretendía que sus nietos se unieran
por razones de afectividad, o mera coincidencia, como es el caso, pero nunca
por intereses económicos. Las madres de ustedes lo sabían y respetaron tal
voluntad.
Satisfecha la curiosidad de
la chica continuó el notario, sonriente, mirando por encima de las gafas a sus
interlocutores:
—Es un testamento muy
peculiar, su clausulado llama la atención, pero eso, más o menos, es lo que
dice. Así pues, tan pronto tenga las pruebas de autenticidad oficial y se
emitan los edictos pertinentes, ustedes,
distinguidos Alfonso y Cristina, serán de pleno derecho los Duques de Valdecollados,
ex aequo —concluyó el notario.
—Pero oiga, que nosotros no
tenemos dinero, ni cultura. ¡Nada! Yo currelo en la construcción y ella es
limpiadora de locales y edificios... —aclaró el chico con tono preocupado.
—De lo que ustedes sean o
hayan dejado de ser, aquí no dice nada. Así pues mantengo lo dicho —confirmó el
notario recogiendo sus papeles.
Los jóvenes salieron de la
notaría aturdidos, sin saber qué pensar de todo aquello. Tampoco sabían muy
bien qué era un ducado, ni qué podían hacer ellos con semejante suerte.
Poco después, Alfonso se
empleaba en el adecentamiento exterior del castillo ducal y sus anexos. Al
mismo tiempo Cristina sacudía telarañas, sacaba brillo a los suelos nobles,
enceraba los pasamanos de las barandillas y quitaba el polvo de las
lámparas. No sabían que aquellas
propiedades, teniendo ya dueños ciertos, iban a ser embargadas si no se
liquidaban los impuestos en mora: sobre ellas pesaba una carga por el impago de
los arbitrios municipales y fiscales de muchos años.
(*) De la colección inédita Cuentos artesanos
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