El queso estaba de vicio...
Las casas del pueblo de Pepote eran de adobe. Allí
creció con sus padres, y jugó en las calles y plazas sin asfaltar, entre
gallinas y travesuras infantiles. Cuando terminó la Enseñanza Media ,
un tío suyo le colocó en un quiosco de la capital. Se matriculó en una
academia, en el turno de tarde, y dos años después consiguió un puesto fijo en la Administración.
Aunque la esponja del tiempo
borró muchas imágenes de su memoria, recordaba con viveza los baños en las
acequias, la fragancia de la albahaca, la melosidad de las brevas y el escozor
de las ortigas. Aparte de eso, la leche
en polvo y el queso amarillo que daban
en la escuela marcaban de forma indeleble sus añoranzas.
A pocos años de la
jubilación, Pepote seguía contando que, cuando niño, aquella leche llena de
grumos le asqueaba; era tan distinta a la de Lucerita, la vaca del alcalde, que
sin saber por qué le hacía pensar en la maestra de las chicas: mayor, fondona,
con los pechos hasta la cintura. No, nunca la probó. Sin embargo, repetía hasta
ponerse pesado que el queso estaba de vicio. Muy a su pesar, por más que lo
intentó, desde que salió de la escuela no lo volvió a probar. Eso sí, cada vez
que le venía a la mente paladeaba con fruición, como si lo estuviera comiendo:
mantecoso, intenso y suave, compacto pero blando... «¡Riquísimo, riquísimo!», recalcaba con gestos de placer.
Si bien no se sentía mayor, llevaba una temporada que, según él, «no daba
pie con bola». Fue al médico. Después de varias pruebas, le dieron la baja
temporal. Libre de obligaciones y quitando importancia a sus desatinos, se
dedicó sin descanso a la búsqueda de aquel queso. En cualquier población donde
veía una tienda de barrio o un hipermercado, allí preguntaba.
La respuesta siempre era la misma:
—No, lo siento. Tenemos quesos de todas las clases, pero ese amarillo y
mantecoso ya no se ve. Es muy difícil que lo encuentre.
Lo más que añadían algunos entendidos era que ese lácteo, elaborado con
leche de oveja coloreada con sustancias muy especiales, estaba catalogado como
americano.
Con tanto indagar, Pepote
acabó haciéndose un experto en quesos. Encontrarlos fue una batalla perdida,
pero no se rindió. Harto de
explicaciones y de navegar por las pantallas publicitarias de multitud de
proveedores, decidió darse satisfacción con sus propios medios.
«Si aquel requesón
ambarino era de oveja, buscaré ovinas donde sea. Yo mismo haré quesos amarillos
y mantecosos»,
se dijo convencido.
Aprovechando que no
trabajaba, y a pesar de las rarezas que todos veían en él, se fue a las dehesas
próximas. Recorrió prados y collados para tratar con mayorales y pastores. Sin
confiar a nadie sus propósitos, compró
una manada de merinas en plena producción, y alquiló para ellas una nave
en la zona industrial de la ciudad.
Allí cuidó al rebaño con
la esperanza de conseguir leche suficiente para elaborar el queso que
conservaba fresco en su imaginación. Con ese fin, todos los días daba a sus
animales zanahorias, boniatos, paella con mucho colorante y algún forraje, para
almorzar; y botones de margaritas y harina de maíz con salsa de mostaza, para
cenar. Además las tiñó, desde el hocico hasta el rabo, con un mejunje que hizo
mezclando agua oxigenada y azafrán.
Después de varias semanas,
las ovejas perdieron caudal en el ordeño y su leche era tan blanca como el
primer día; se quedaron en los huesos, no tenían fuerza ni para levantarse y,
por si fuese poco, estaban infectadas de sarna, incluso hubo algunas bajas.
Aunque el aspirante a
quesero tardó en reaccionar, acabó llamando al veterinario. Este puso el
desastre en manos de la
Sociedad Protectora de Animales, que actuó según sus
protocolos. El primero en recibir
tratamiento fue Pepote. En la consulta del especialista echó la culpa de su
fracaso a las borregas, y así constó en la ficha de ingreso hospitalario. No
quiso admitir que fuese consecuencia de su enfermedad, diagnosticada tiempo
atrás como «trastornos
psicóticos»,
o algo así, que poco a poco hicieron que su comportamiento fuese cada vez más
irracional.
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