Paisaje borrado del mapa
Aunque joven y con poca
experiencia, me ocupaba de la recepción del hotel rural propiedad de la
familia. A media mañana en la radio
hablaban del homenaje a Antonio Machado, con motivo del primer centenario de su
nacimiento. En eso, se presentó aquel hombre maduro, peinado de peluquería y
bien vestido, muy distinto a los pescadores de las aldeas cercanas.
—Buenos días —saludó con una
sonrisa—. ¿Tiene usted alguna habitación libre?
—Sí, señor. Hasta el fin de
semana, sin problemas. El sábado y el domingo, todo completo.
—Se me ha averiado el coche,
espero que lo reparen pronto, pero me quedaré hasta el viernes. Está bien este
sitio. Quién sabe, tal vez... —calló sin terminar la frase.
Tomé nota de sus datos
personales y subí con él para enseñarle la habitación.
—Aquí no hay caja fuerte,
¿verdad?
—No, señor —contesté—.
Podemos guardarle lo que quiera: dinero, joyas, documentos... Es una cortesía
incluida en el precio.
—No es necesario. Muchas
gracias —concluyó, colocando el equipaje, mientras yo me retiraba.
Parecía un buen tipo aquel
hombre, pero me llamó la atención que, con el problema del coche, no tuviera
cara de disgusto; ni las manos ni las ropas,
sucias. Tampoco pidió el teléfono para llamar a alguien, que es lo
primero que se hace en estos casos. En aquellos tiempos no había móviles.
Además, tardaran lo que tardaran en el taller, ¿qué pintaba un hombre solo,
cuatro días, en Cabosegar? Entonces, el conjunto urbano cautivaba con su
tipismo cántabro, pero en primavera estaba muerto; nada que ver con Villayerma,
una ciudad con todos los servicios, a tan solo seis kilómetros tierra adentro.
Cualquiera le habría llevado.
Al rato bajó con ropa
deportiva, de buena marca, y una mochila de cuero al hombro, abultada y con
buenos cierres de seguridad. Se dirigió a mí con afecto:
—Me gustaría dar un paseo,
antes del almuerzo, para conocer los alrededores. Indíqueme un itinerario.
Le recomendé una vereda que
serpenteaba por los acantilados. Don Manuel Cantollano, que así se llamaba el
huésped, disfrutaría de los estruendos espumosos de las olas, al romper en los
farallones, y de los aromas embriagadores de oréganos, jaras y melisas hasta
llegar a las playas de la bahía.
Antes de salir preguntó por
qué había tan poca presencia turística en el pueblo y en la costa próxima. Le
indiqué que estaba prohibido construir en una franja de varios kilómetros hacia
el interior y en el litoral. Con esas aclaraciones su cara se contrajo para
mostrar una mueca de malestar, pero siguió con sus pesquisas.
—Entre otros negocios,
comercializo relojes grandes, de esos que se colocan en las fachadas de los
ayuntamientos —precisó desde el quicio de la puerta—. Ya que estoy aquí… ¿Dónde
puedo ver al alcalde? Aprovecharé para enseñarle un catálogo.
—Pues mire, sí. Buena idea,
porque el reloj de la plaza hace tiempo que no funciona. Le puede encontrar en el puerto, en una cetárea que tiene allí, es la única que hay. Es joven para ser alcalde, pero lo es. Dígale
que va usted de mi parte.
El forastero agradeció mis
explicaciones y se fue. Poco después me relevó un primo, y también me fui.
* *
*
Al día siguiente, cuando
bajó el señor Cantollano de la habitación, le pregunté por el coche; dijo que,
según noticias de la tarde anterior, no se lo podían arreglar. No le vi
contrariado. Desayunó, y antes de irse me deseó un buen día. Llevaba vestimenta
distinta, y sobre su hombro, no recuerdo si el derecho o el izquierdo, la misma
mochila que el día anterior.
Volvió a la hora de comer
con el alcalde, el secretario municipal y otro caballero con traje, a quien
alguien identificó como delegado de Urbanismo. Me sorprendió que don Manuel llegara
sin mochila; muy raro, después de verle siempre con ella.
Disfrutaron hasta chuparse
los dedos con nuestro pote marinero. Reían y conversaban con fluidez, como si
se conocieran de toda la vida. Yo había entrado por detrás en la bodega, un
cuarto contiguo al reservado que ocupaban. Desde la penumbra veía todo a través
de la cortina, muy transparente, colgada en la puerta que comunicaba las dos
estancias. Sus gestos furtivos y las miradas vigilantes movieron mi curiosidad.
Antes de los postres, se presentaron
dos señores con bata blanca en un cochazo a estrenar, de la mejor marca de
entonces. Explicaron a don Manuel un par de cosas, él firmó unos papeles y le
dieron las llaves: «el coche es suyo», dijeron. Luego le entregaron tres
estuches más, iguales, y sendas carpetas. Se me puso el vello de punta, pero mi
asombro creció al advertir que el señor Cantollano tomó los otros llavines y
fue él quien, en esa ocasión, pronunció lo de «el coche es suyo», dirigiéndose al secretario, al alcalde y al
delegado territorial.
—Los vehículos, ya
matriculados, están a su disposición en el concesionario, ahí tienen ustedes la
dirección. He preferido hacerlo así para evitar chismorreos —justificó don
Manuel, bajando el tono de voz y mirándoles de reojo.
Consideré lo visto como una
perversión. Se lo conté a mi padre con sigilo. Él insistió en que lo mantuviera
en secreto, ya que podría causar problemas a aquellos desaprensivos y de paso a
nosotros mismos.
Le hice caso, pero eso no me
impidió que estuviera atento para ver cómo eran los coches del secretario y del
alcalde. Nunca los llevaron al pueblo en el tiempo que siguieron allí. El
alcalde, a los pocos meses, con motivo de no sé qué elecciones, dejó la
alcaldía y se enchufó en las oficinas del partido. No le volvimos a ver. El
secretario también se fue; salía en la tele de cuando en cuando, como miembro
de una comisión ejecutiva, de esas raras que había.
* *
*
Ya ha transcurrido casi
medio siglo, pero aún siento el dolor de tanto escarnio. Los viveros del alcalde
y varios cientos de metros arriba y abajo se convirtieron en un embarcadero
deportivo, con motoras y yates de lujo. Nuestro entorno cambió los colores
naturales por los permanentes grises y negros de hormigones y asfaltos.
Cabosegar, el pueblo donde nací, fue borrado del mapa. Quedó bajo la sombra de
rascacielos de doce, catorce, diecisiete plantas. Nuestro hotelito, con sus
patios y toda la superficie colindante, se convirtió en un complejo turístico
monstruoso. Hicieron un nuevo Ayuntamiento. El viejo consistorio, declarado
edificio protegido, fue lo único que se libró de la destrucción. Allí sigue,
igual, con el reloj parado de siempre.
Entre tanto cemento, se
olvidaron de reservar espacios para parques y jardines. Se secaron pozos y
humedales, y los ríos quedaron despoblados de truchas y salmones. Todo
esquilmado, vacío, lleno de progreso desolador, sin identidad. No quedó ni una
parcela sin construir. ¡Nada! Ni siquiera para hacer una cárcel donde
merecieron pudrirse el señor Cantollano y sus secuaces. Ellos me sacaron de mi
casa con la fuerza del dinero, condenándome a no vivir para, ya viejo, morir
sin dignidad.
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