Gonzalito, vestido con el guardapolvo azul-marino que se ponía
para las grandes ocasiones, meditaba sobre la barandilla del viaducto,
principio del fin de muchos desesperados. Su madurez había llegado hasta allí
caminando de espaldas al mundo. Miraba al vacío y se veía reflejado en el
espejo de la soledad, sin nadie dispuesto a compartir con él sus miserias. Sólo
tenía tiempo, y se quedó sin nada. “¡Cuántos amigos tendría si, en lugar de
pobrezas, amasara bienes e influencias!”, decía para sí, con la vista perdida en
la profundidad, moviendo la cabeza.
Todos lo sabían. Desde pequeño entendió que la vida no tenía ningún sentido sin la
satisfacción de ayudar a los demás. Así, estuvo siempre para todo y para
todos. “Gonzalito —le decía el vecino de
la tienda —, mañana tenemos que
descargar un camión de fruta”. A primera hora de la mañana ya estaba
preparado, dispuesto a descargar lo que fuese. Desde allí, cansino, sudando
como un pollo y con la lengua fuera, corría a complacer al carpintero, que le
esperaba para acomodar en la furgoneta un pedido de muebles. Después se iba a la sastrería, donde tenía
que doblar las piezas cortadas para la faena del día siguiente.
Cuando no era uno, era otro: para una mudanza, para pedir una cita
en el ambulatorio, para recoger en el colegio a unos niños, para colocar
lámparas y muebles después de una limpieza general..., para todo servía y se
ofrecía con agrado el inefable Gonzalito, que, fuese donde fuese, siempre
vestía de azul-marino, su color favorito, el de las grandes ocasiones. Para él
todos los días eran importantes, aunque no descansara nunca, ni domingos ni
días festivos. Esos días también tenía faenas,
distintas, pero tenía: cuidar a una anciana, vigilar algún comercio,
llevar a los críos al parque mientras los papás dormían la siesta...
Acababa exhausto, molido. A
cambio tenía todas las necesidades cubiertas. Sin pedir a nadie ni preocuparse
de nada, nunca le faltó un techo con ropa limpia y comida caliente.
Sin embargo, tan ocupado como estaba siempre, no le quedaba tiempo
para pensar en su propio descanso ni en su divertimento ni, mucho menos, en la
suerte que le guardaba el porvenir. Tampoco imaginaba que algún día, no muy
lejano, estaría sentado en el pretil del viaducto sin saber qué hacer.
Todo cambió cuando el barrio de siempre, en los arrabales más
humildes de la ciudad, levantado con la informidad de muchas chabolas sin
licencia, fue absorbido por la expansión
que demandaba el progreso. Los habitantes de aquellos suburbios, empadronados a
la fuerza, fueron desahuciados con destino a colmenas prefabricadas, muy lejos
de allí, amuebladas sólo con la penuria del espacio.
Desapareció la tienda, la carpintería, el sastre... Todo. Las
casas nuevas olían a estreno pero, por pequeñas, condenaban a sus ocupantes a
no crecer y a desentenderse de huéspedes y visitantes.
Aunque con estrecheces, todos tenían una casa reconocida donde
vivir. Eso contentaba a la mayoría. Sin embargo, Gonzalito, como era titular de la nada, no fue destinatario
del beneficio de la permuta. Con aquella modernidad se quedó desocupado. Los
ancianos fueron internados en Residencias o atendidos en Centros de Día, y
también abrieron guarderías y ludotecas para los más pequeños.
Todos estaban encantados menos Gonzalito. Éste, convencido de que
ya no era necesario para nadie, encaminó su vida hacia el viaducto. Allí, sentado en el malecón, al otro lado de la
baranda, con la mirada puesta en el abismo, pensó en cómo quedaría un cuerpo al
impactar con el suelo de la profunda depresión. Dudaba entre sentir el dolor de
tan dantesco espectáculo o verse con la mano tendida en la puerta del túnel,
hervidero por dónde discurrían las serpientes mecánicas cargadas de
privilegiados con sueldo, agraciados sin
tiempo para holgar. Aquello sería mejor, pero el hambre y el frío
—pensaba— harían de él un hombre
ausente, escapado por las rendijas de la
existencia, ignorado por la multitud transeúnte.
Mientras él caía en lo más hondo de aquella zozobra, sus amigos y
vecinos, que tenían algo muy importante que decirle, le buscaban por toda la
ciudad. A pesar de las pesquisas, no dieron con él.
Por fin, alguien dijo dónde podían encontrar al del blusón azul.
Todos fueron en procesión al lugar indicado, deseando exponer a su amigo las
decisiones que habían adoptado por unanimidad:
· El nuevo distrito se llamará
San Gonzalo.
· Gonzalito será el representante perpetuo de los vecinos del lugar.
· Tendrá derecho a casa y a una mensualidad dineraria con carácter
vitalicio...
Todo, concluía el manifiesto, costeado por sus vecinos, que pedían
al flamante regidor el compromiso de que siguiera siendo el amigo de siempre.
Por fin tendrían ocasión de reconocer públicamente a Gonzalito lo
que había hecho por todos y premiarle como él se merecía, pero llegaron tarde.
La alegría de tantos amigos fue desterrada por la incertidumbre,
primero, y por la tristeza, después. Los
municipales no les dejaron ver el abstracto de color añil sobre fondo granate,
estampado en el fondo del precipicio.
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NOTA: De libro "Leña y papel y otros cuentos"
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