martes, 5 de abril de 2016

AMARILLO, MANTECOSO, SUAVE

El queso estaba de vicio...

Las casas del pueblo de Pepote eran de adobe. Allí creció con sus padres, y jugó en las calles y plazas sin asfaltar, entre gallinas y travesuras infantiles. Cuando terminó la Enseñanza Media, un tío suyo le colocó en un quiosco de la capital. Se matriculó en una academia, en el turno de tarde, y dos años después consiguió un puesto fijo en la Administración.  
Aunque la esponja del tiempo borró muchas imágenes de su memoria, recordaba con viveza los baños en las acequias, la fragancia de la albahaca, la melosidad de las brevas y el escozor de las ortigas.  Aparte de eso, la leche en polvo y  el queso amarillo que daban en la escuela marcaban de forma indeleble sus añoranzas.
A pocos años de la jubilación, Pepote seguía contando que, cuando niño, aquella leche llena de grumos le asqueaba; era tan distinta a la de Lucerita, la vaca del alcalde, que sin saber por qué le hacía pensar en la maestra de las chicas: mayor, fondona, con los pechos hasta la cintura. No, nunca la probó. Sin embargo, repetía hasta ponerse pesado que el queso estaba de vicio. Muy a su pesar, por más que lo intentó, desde que salió de la escuela no lo volvió a probar. Eso sí, cada vez que le venía a la mente paladeaba con fruición, como si lo estuviera comiendo: mantecoso, intenso y suave, compacto pero blando... «¡Riquísimo, riquísimo!», recalcaba con gestos de placer.
          Si bien no se sentía mayor, llevaba una temporada que, según él, «no daba pie con bola». Fue al médico. Después de varias pruebas, le dieron la baja temporal. Libre de obligaciones y quitando importancia a sus desatinos, se dedicó sin descanso a la búsqueda de aquel queso. En cualquier población donde veía una tienda de barrio o un hipermercado, allí preguntaba.
           La respuesta siempre era la misma:
           —No, lo siento. Tenemos quesos de todas las clases, pero ese amarillo y mantecoso ya no se ve. Es muy difícil que lo encuentre.
          Lo más que añadían algunos entendidos era que ese lácteo, elaborado con leche de oveja coloreada con sustancias muy especiales, estaba catalogado como americano.
Con tanto indagar, Pepote acabó haciéndose un experto en quesos. Encontrarlos fue una batalla perdida, pero no se rindió.  Harto de explicaciones y de navegar por las pantallas publicitarias de multitud de proveedores, decidió darse satisfacción con sus propios medios.
«Si aquel requesón ambarino era de oveja, buscaré ovinas donde sea. Yo mismo haré quesos amarillos y mantecosos», se dijo convencido.
Aprovechando que no trabajaba, y a pesar de las rarezas que todos veían en él, se fue a las dehesas próximas. Recorrió prados y collados para tratar con mayorales y pastores. Sin confiar a nadie sus propósitos, compró  una manada de merinas en plena producción, y alquiló para ellas una nave en la zona industrial de la ciudad.
Allí cuidó al rebaño con la esperanza de conseguir leche suficiente para elaborar el queso que conservaba fresco en su imaginación. Con ese fin, todos los días daba a sus animales zanahorias, boniatos, paella con mucho colorante y algún forraje, para almorzar; y botones de margaritas y harina de maíz con salsa de mostaza, para cenar. Además las tiñó, desde el hocico hasta el rabo, con un mejunje que hizo mezclando agua oxigenada y azafrán.
Después de varias semanas, las ovejas perdieron caudal en el ordeño y su leche era tan blanca como el primer día; se quedaron en los huesos, no tenían fuerza ni para levantarse y, por si fuese poco, estaban infectadas de sarna, incluso hubo algunas bajas.
Aunque el aspirante a quesero tardó en reaccionar, acabó llamando al veterinario. Este puso el desastre en manos de la Sociedad Protectora de Animales, que actuó según sus protocolos.  El primero en recibir tratamiento fue Pepote. En la consulta del especialista echó la culpa de su fracaso a las borregas, y así constó en la ficha de ingreso hospitalario. No quiso admitir que fuese consecuencia de su enfermedad, diagnosticada tiempo atrás como «trastornos psicóticos», o algo así, que poco a poco hicieron que su comportamiento fuese cada vez más irracional.  
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5 comentarios:

Emilio Porta dijo...

Un psicótico quesero :-) Desde luego no había oido nada igual. Ya sabes ese refrán, Alejandro, de cada loco con su tema. Afortunadamente el tema de Pepote era inofensivo. Nunca pudo llegar a conseguir su queso denominación de origen Pepote. Pero lo merecía. Al fin y al cabo, lo que intentaba tu protagonista otros los han intentado en la crianza de caldos y vinos. O sea que tampoco el hombre estaba tan lejos del éxito. Muy original. Realismo fantástico que, como te he señalado, Alex, está más cerca de lo que parece de algunos empeños... con éxito.

Alejandro Pérez García dijo...

Gracias, Emilio, por tu lectura y comentario. Este cuento partió del recuerdo de una sabor que ya no existe. En los pueblos de Castilla -no sé en otras comunidades-, allá por los años cincuenta, en las escuelas daban a los chavales leche en polvo y ese queso amarillo que tanto buscaba Pepote. Ya no existe, o no lo encontró. Lo que le sucede a él, con más o menos locura, ya ha estado en el sentir/sufrir de otros. Agradecido, recibe un abrazo fuerte.

Dabid dijo...

–¡Ay, doctor! ¿Qué será lo que tiene mi hijo, que solo piensa en quesos?
–¡Ay, señora mía! ¿Qué será lo que será, cuando esconde la cabeza en la quesera?

Una vez más, Alejandro, nos metes en un melancólico universo costumbrista, para contarnos una curiosa historia, para nada costumbrista.

–¿Qué será, doctor, lo que tiene mi Alejandro, que no es lo que parece, sino mucho mejor.
–Será el queso mantecoso, que le tiene transtornado.

Un abrazo.

Alejandro Pérez García dijo...

Querido David, te agradezco la lectura de este cuento y la parodia que haces de él, con el humor que te caracteriza. Y dicho esto, no te rías, puñetero, que también tú, como Pepote, puedes ser víctima de cualquier sabor tatuado en tu mente. ¿Quién no te dice que algún día, sin llegar a viejo, se te antoja una chuche de cuando eras chico? Una de esas con sabor a frambuesa, textura melosa y color sandía. ¡Ya no existen! Pero a ti eso no te importa, todavía eres joven y puedes enamorar a la hija del pastelero de tu calle. Su padre, te regalará encantado el horno, la materia prima y las herramientas para que te hagas los caramelos que te gustan. Nada que ver con lo que sufrió el pobre Pepote. Él era viejo y a ti no te dieron queso en la escuela.

Muchas gracias, salao. Un abrazo.

Alejandro Pérez García dijo...
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