Una calle del pueblo de Nicolás |
Nicolás
llevaba en la capital sólo dos semanas. Se crió sin madre; y su padre, pastor
del concejo, había fallecido aquel verano víctima de la fuerza de un rayo. Como
el chico quedó solo en el caserío, se hicieron cargo de él unos familiares
lejanos, de la capital. Prometieron que no le faltaría de nada. El compromiso quedó bien cumplido: Nicolás
tenía techo donde dormir, comida, ropa, estudios, una familia... Y más. ¡Mucho más! Tanto, que no podía con todo.
La tarde de
San Clemente, una tarde gris, como otra cualquiera, quedó grabada para siempre
en su memoria. Nicolás parecía liberado
después de las clases del Instituto. Pero no. La jornada seguía para él. Debía
ir a casa, merendar y recibir la retahíla de las ocupaciones más urgentes. Esa tarde, sin que nadie le brindara ninguna
atención, ni doméstica ni sentimental, le dijeron que lo primero era ir a la bodega, propiedad de la familia,
para limpiar y colocar la trastienda. Allí, sobre unas cajas de licores, habían
improvisado un camastro para que el muchacho durmiera con Tobías.
Cuando llegó
ya le estaba esperando su tío, malhumorado porque, según él, llegaba
tarde. El chico barrió y fregó por
dentro y por fuera del mostrador, recogió la basura y la llevó a los
contenedores. Sin recuperar el resuello, recogió todos los cascos vacíos, los
seleccionó por marcas y contenidos y los colocó en sus correspondientes cajas,
para que al día siguiente, a primera hora, se las llevaran los distribuidores.
Cuando ya se iba corriendo, camino del supermercado donde le habían contratado
para repartir los pedidos a domicilio, fue requerido para que ayudara a rellenar unas botellas con restos de vino que ya olían
a picado. Y después...
—Venga, vete
ya. Despabila que llegas tarde. Y ya sabes, cuando termines te vas a casa,
cenas y, sin distraerte, vuelves aquí cuanto antes, por si tienes que hacerme algún recado —ordenó el
tío.
Nicolás no
hablaba, sólo obedecía.
Salió a toda
prisa. No había merendado y sólo le dio tiempo a coger, a escondidas, unos
recortes de tocino añejo y unos trozos de magdalenas que se habían roto en el
almacén. Tenía hambre, pero se había hecho tarde y no era cosa de demorarse
más. Ya comería algo luego, entre reparto y reparto.
—¿Se puede
saber dónde te has metido? Ponte las pilas porque hoy se te ha amontonado el
trabajo, y tienes que correr porque, si vas muy tarde, las señoras se molestan,
¡con razón! Y cuando hayas terminado con el último servicio, no te olvides de
dejarme en el buzón los justificantes de las entregas. ¡Así que venga, chico, a
rendir!
Nicolás,
cansado y compungido por tanta tarea, no decía nada. No tenía tiempo ni para
rechistar. Nadie reparaba en sus esfuerzos.
Sólo Tobías, de vez en cuando, se acercaba a él o le acompañaba, pero
tampoco le ofrecía mucha ayuda.
El mozo fue
llevando los pedidos uno a uno, desde la tienda al domicilio de los clientes.
Ahora a un tercer piso. Luego a un quinto; el siguiente, a un cuarto, éste sin
ascensor. Así hasta cinco. Nunca recibía gestos amables, pero regañinas siempre
sobraban: porque el género iba revuelto, porque éste o aquel artículo no eran
como los habían pedido, porque la bebida iba caliente, porque llegaba tarde...
Siempre había motivos para quejas, que el pobre Nicolás intentaba eludir como
podía, y podía bien poco. Nadie daba propina; así eran las condiciones, un
pequeño recargo sin gajes ni más gastos. Lo que el chico ganara él no lo sabía,
era un trato entre el jefe del supermercado y su tío. Ellos se entendían.
Cuando
terminó, dejó en el buzón los recibos de los repartos, se fue a casa de los
parientes, mal cenó y, corriendo como siempre, ya noche cerrada, se presentó en
la bodega y se puso a las órdenes del tío. Nicolás respiraba confiado porque,
por mucho tajo que le encomendaran, siendo ya tan tarde como era, poco podría
ser. Pero no, por más ganas que tuviera el zagal, el fin nunca llegaba. El amo
se fue a casa, pero él tuvo que acabar una lista de encargos antes de
acostarse: limpiar cristales, trasvasar, reponer, ordenar, hacer los deberes...
Por fin llegó la hora, pero, a pesar del cansancio, debió dormir poco Nicolás
aquella noche.
A la mañana
siguiente, todo parecía amanecido al revés. Nicolás no daba señales de vida.
Los repartidores esperaban enfadados, sin que sus llamadas tuvieran respuesta.
Y, lo peor, los municipales buscaban al
dueño del establecimiento para que se hiciera cargo de Tobías, que estaba
retenido en el puesto de la estación desde la madrugada. Cuando el dueño llegó
al cuartelillo encontró al pobre animal triste, como una persona deprimida; ni
ladraba, ni movía la cola, ni nada; sólo levantaba la cabeza para que le
cogieran del collar una nota escrita con la letra de Nicolás:
“Me voy en el tren hasta el puerto, allí
tomaré un barco que me lleve a cualquier sitio, aunque sea a las Américas. Escribiré.
Adiós”.
El destino de
Nicolás pudo ser una singladura sin fin. O quizá no. Quién sabe. Nunca escribió
ni volvió para contarlo.
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NOTA: De mi libro "Leña y papel y otros cuentos"
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